En los ochenta, el tremendo éxito de la MTV con su novedosa programación basada casi exclusivamente en vídeos musicales trajo consigo
una polémica interesante: ¿debían las discográficas pagar para asegurarse una difusión adecuada de sus artistas, dado que no aparecer en esa pantalla limitaba dramáticamente sus posibilidades comerciales, o era el canal el que tenía que comprar los derechos de emisión de esos videoclips, al basar toda su oferta en contenidos que conseguía gratis?
La situación es equiparable a la que hoy se vive en torno a la
tormentosa relación entre los medios de comunicación convencionales y los agregadores de noticias en general y Google, en particular. Los primeros rechazan que el megabuscador ofrezca un servicio como Google News, una web que muestra (
sin pagarles) sus titulares, sin mayor elaboración que la presentación organizada de contenidos de otros. Por su parte, el segundo alega que con ello no sólo no limita las posibilidades de ese contenido en la red
sino que las potencia y además nutre a los medios de las visitas con las que justifican las facturas que presentan a sus anunciantes.
Tal polémica se ha intentado solventar a través de la ley. En concreto, con la reciente reforma de la ley de propiedad intelectual, que implica que, a partir del 1 de enero, todo aquel que enlace con “fragmentos significativos” de una información ajena
deberá pagar un canon a su productor original. Y todo creador cuyos contenidos sean objeto de enlace tendrá el derecho –“irrenunciable”, dice la ley– de recibir una compensación por ello, aunque no directamente, sino a través de una sociedad de gestión de derechos. Una SGAE de los derechos de autor digitales, para entendernos, de próxima creación.
El llamado
canon Aede (o tasa Google), bautizado así porque beneficia principalmente a los medios de la Asociación de Editores de Diarios Españoles, ha venido acompañado de una
polémica similar, aunque menos intensa, que la que produjo en su día el llamado canon digital. Sus detractores argumentan que se trata de compensar a una industria periodística azotada de forma inmisericorde por la crisis con el objetivo último de
domesticar, a fuerza de subvención, su espíritu crítico. De rebote, un entorno libre y hasta ahora más difícil de controlar como es internet queda embridado al limitar su capacidad para compartir y difundir contenidos.
La jugada es aparentemente tan redonda que nada ha evitado que se apruebe la norma: ni el hecho de que existan
opciones técnicas que permiten a cualquiera no ser indexado por Google; ni la reclamación de los internautas que se acogen a
fórmulas de licencia libre con las que permiten a cualquiera disponer de sus creaciones en la red; ni la constatación de que España, con esta norma,
se va a convertir en una isla al imponer restricciones en internet que no tienen parangón en ningún país democrático.
Eso sí,
las dudas sobre cómo se va a aplicar son colosales: ¿qué se considera un “fragmento significativo” de otra web, sólo el enlace, el enlace más el titular, el enlace más el titular más una entradilla, una foto, un
vídeo…? ¿Tendrán los modestos blogueros que pagar por enlazar con contenidos de terceros? Y por el contrario, ¿cómo recibirán la compensación que les toque por ser enlazados? El perverso sistema del derecho irrenunciable hace sospechar que los pagos no reclamados por pequeños productores de contenido
acaben engordando las arcas de los grandes actores de esta opereta, únicos interesados en todo ello.
Los medios clásicos viven una
profunda contradicción: siguen apostando por estructuras de producción y distribución de contenidos clásicas, muy caras de mantener, mientras, conscientes de que el futuro pasa por otros soportes, quieren seguir siendo referencia informativa en el entorno digital. Para ello animan a visitar sus sites, fomentan la participación a través de los comentarios en las noticias, promocionan sus redes sociales y alientan a compartir en ellas sus contenidos, etc.
En definitiva, tararean por lo bajo el "
ni contigo ni sin ti" cuando usan los medios sociales porque saben que la audiencia está ahí pero
niegan su esencia al condenar la interacción y la capacidad de compartir. Por otro lado, bendicen y aplauden un sistema de cobro obligatorio que pasa por encima de los principios de libre circulación de información que han regido en la red desde sus orígenes y son la médula espinal de la web 2.0.
Veremos en qué queda todo esto pero, de momento, el caso de MTV, cuyo actual modelo de contenidos y de negocio nada tiene que ver con el que generó la polémica planteada al principio,
nos da una pista sobre su posible evolución.