La web de contactos extramatrimoniales Ashley Madison ha tenido dos momentos de máxima notoriedad desde su nacimiento: el primero, en 2012, cuando colocó bajo la imagen de la reina Sofía la frase “Ya no tienes por qué pasar la noche sola”, lo que le valió una demanda (posteriormente retirada) de Su Majestad. Su segundo momentazo llegó el pasado verano cuando un grupo de hackers publicó su base de datos de 32 millones de clientes. 

Pero la filtración ofreció más que un listado de nombres. Reveló que la web, más que la opción de un contacto furtivo y sin compromiso, vendía fantasía. Se confirmó que, como en muchas discotecas, las chicas no pagaban por entrar, pero los hombres tenían que dejar los datos de su tarjeta; que los perfiles femeninos eran sospechosamente repetitivos, así como los comentarios que recibían los audaces casanovas ansiosos de mantener un chat más o menos subido de tono; que éstos se contentaban con un leve masaje a su ego masculino en forma de respuestas picantonas; y que ni los más asiduos conocían a nadie que hubiese concretado en el mundo físico una relación iniciada aquí.

En definitiva, esta virtualidad tornaría al picaflor en un voyeur sedentario que cambia la intensa adrenalina del riesgo de ser descubierto por el leve estímulo de un mensaje calenturiento escrito... por un robot. Triste, la verdad. ¿Dónde quedó la canallesca literaria de ese personaje vividor e inmoral, ese macho alfa que arrancaba prendas y suspiros con un elegante y oportuno ladeo de sombrero, ese donjuán que, en el filo entre lo audaz y lo ridículo, se las llevaba de calle? 

Pues nada. Ya no están. Se esfumaron esos modelos moralmente dudosos, pero más interesantes y humanos que los que ofrecen los usuarios de Ashley Madison, pacatos tarugos a los que una leve insinuación pone en estado de alerta cual perro de caza señalando su presa. Lo que hasta ahora no sabían es que apuntaban no a la pieza, sino al reclamo.

En cualquier caso, debe ser el signo de los tiempos porque no es el único campo en el que lo digital hace que usos y costumbres arraigadas transiten por caminos menos emocionantes. El estudio Digital News Report señala que prácticamente la mitad de los menores de 34 años usan las redes sociales como fuente principal de información. Es decir, que ven directamente la noticia que les interesa sin pasar por la portada, visitan medios que les sugieren sus amigos, estén de acuerdo o no con su línea editorial y, en definitiva, consumen información a granel sin valorar quién se la ofrece, cómo piensa el que la produce, qué pretende al publicarla y cómo jerarquiza esa noticia en relación con el resto de informaciones del momento.

¿Qué fue del alineamiento personal con una cabecera de referencia, de la identificación casi íntima con los principios editoriales de un medio? ¿Dónde queda ese orgullo de pasear con el periódico de uno bajo el brazo y de voltearse con disimulo en la barra del bar cuando el parroquiano de al lado deja olvidado el de la competencia, no sea que alguien piense que me fijo en él?

El nuevo lector no busca que un editorial exprese lo que él piensa pero no sabe argumentar con tal rotundidad, no aspira a establecer una relación especial con su medio sino que se conforma con la ilusión de creerse informado, aunque no sepa quién le provee de esa información, por qué o para qué. En consecuencia, tampoco busca con desconfianza como antaño entre las páginas del medio rival los argumentos con los que “los otros” defienden sus posturas, ni mira con desdén su enfoque de las noticias, en un intento intelectual de justificar esa infidelidad.

Quizá como consecuencia de eso, el mismo estudio señala que la confianza en las noticias en España es la menor de los ochos países europeos estudiados. Algo (o mucho) debemos estar haciendo mal desde los medios. Al final ocurre lo mismo que con los proyectos de infieles de Ashley Madison: del mismo modo que es dudoso entender como infidelidad el hecho de hablar con un robot, ¿se puede uno considerar informado por picar en enlaces que encuentra aquí y allá? 

El culebrón de Ashley Madison ha escrito esta misma semana su último episodio: un usuario ha demandado al portal. Pero no por su negligencia en la protección de los datos que atesoraba, sino porque la mayor parte de los perfiles femeninos eran falsos. El infiel en potencia reclama cinco millones de euros y ha animado a otros usuarios a presentar una demanda colectiva por prácticas comerciales desleales y fraudulentas. Menos mal que aún quedan románticos dispuestos a luchar por los valores de toda la vida.


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