Que sepamos, la
orientación sexual de las personas ha sido objeto de particular interés patológico médico sobre todo desde el siglo XIX, al menos en los países denominados occidentales, de cultura judeo-cristiana para simplificar. No es que se ignoraran algunos problemas de salud asociados a la
sexualidad, sino más bien que la sexualidad no formaba parte del núcleo duro de la
fisiopatología.
Sin embargo, el
desarrollo de la Psiquiatría fomentó inicialmente la consideración de la orientación sexual y, en su caso, de su materialización, como un factor susceptible de provocar patologías, más allá de las
infecciones de transmisión sexual. En una época, la de la revolución industrial, de claro predominio de la moral victoriana.
La
Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE) de la 'Lista de causas de muerte', cuya primera edición publicó el Instituto Internacional de Estadística en 1893 y de la que la
Organización Mundial de la Salud (OMS) se hizo cargo en 1948, incluía también la
homosexualidad como enfermedad.
El DSM, en su primera versión (DSM-I), al igual que la CIE, surgió de la necesidad de confeccionar una
clasificación consensuada de los trastornos mentales, ante el escaso acuerdo previo respecto a qué contenidos debería incluir entre las diferentes corrientes existentes en el colectivo de
psiquiatras y psicólogos. Fue así como en 1952 surgió la primera edición, DSM-I, como una variante del CIE-6, que también incluía la homosexualidad.
Transexualidad
Durante mucho tiempo, la homosexualidad y la
transexualidad han sido consideradas enfermedades, aunque la segunda edición del DSM (1980) ya eliminaba la homosexualidad como trastorno patológico y la
Asamblea Mundial de la Salud la eliminó de la lista de enfermedades mentales, el 17 de mayo de1990.
El transexualismo aparece por primera vez en la CIE-9 en 1978 en la categoría de los
trastornos neuróticos, de la personalidad y otros trastornos mentales no psicóticos, al mismo nivel que las parafilias y disfunciones sexuales. Desde entonces se han ido introduciendo algunos matices en su ubicación, pero sin desligarse del ámbito de las desviaciones y de los trastornos sexuales hasta la undécima revisión de la CIE, en la que la
transexualidad ya no es un trastorno mental sino una incongruencia de género (gender incongruence ) o
discordancia de género, como se ha preferido traducir al español y será tratada como una condición de la salud sexual. Que no es patológica
per se pero que puede provocar trastornos de la salud relacionados con discriminaciones sociales.
"Como cualquier intervención sanitaria hay que tener en cuenta los potenciales efectos adversos que puede provocar el tratamiento hormonal, la cirugía o ambos"
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Alteraciones que se acostumbran a denominar
disforia de género, del griego δυσφορία), compuesto de dis- (δυσ-) "mal" y un derivado de phérein (φέρω) "aguantar") que suele emplearse como antónimo de euforia que el diccionario de la Real Academia Española (RAE) interpreta como "Angustia o malestar persistente por la
falta de correspondencia entre su sexo biológico y su identidad de género".
Sin embargo, la reivindicación de los
LGBTI y de buena parte de la sociedad de excluir la transexualidad como enfermedad se complementa con la exigencia que las personas trans puedan acceder a los
tratamientos necesarios para adecuar su cuerpo a su identidad de género, si así lo desean.
Un derecho que se justifica - como otras intervenciones clínicas- como consecuencia de considerar la
salud como bienestar físico, psíquico y social y, sobre todo, que la asistencia sanitaria no solo debe restaurar y proteger la salud sino también mejorarla. A pesar de que la mayor parte de los determinantes de la salud en positivo no son adecuadamente susceptibles a las intervenciones clínicas.
Pero como cualquier intervención sanitaria hay que tener en cuenta los
potenciales efectos adversos que puede provocar el
tratamiento hormonal, la cirugía o ambos. Consecuencias que además pueden ser irreversibles, por lo que, en beneficio de los demandantes (género gramatical común) conviene extremar las medidas que puedan evitar frustraciones o cosas peores.
Una prudencia que está sobradamente justificada por las características de los anhelos y deseos de los seres humanos, que a menudo son complejos y que frecuentemente son susceptibles a estímulos que los fomentan, en ocasiones con
propósitos simplemente consumistas.
Y como se trata de demandas al sistema sanitario y a sus profesionales, tal vez fuera pertinente alguna
iniciativa deontológica al respecto. En el sentido del
primun non noccere porque el compromiso deontológico debe garantizar a la ciudadanía que la práctica profesional no resulte inconveniente a los usuarios, clientes o pacientes.
Claro que el derecho a la autonomía, traslada buena parte de la responsabilidad al demandante (de nuevo género gramatical común) aunque advertirle adecuadamente de la irreversibilidad de los eventuales efectos indeseables es una
obligación deontológica del profesional, que no debería fomentar acríticamente tales intervenciones.
Pero también, y dentro del ámbito de la deontología, es preciso que los profesionales, además de la actividad informativa a las personas con disforia de género sobre los problemas derivados de las posibles intervenciones, mantengan una
actitud vigilante y en su caso correctora de las posibles situaciones de discriminación social e incluso violencia que sufren con frecuencia en los distintos entornos vitales, desde el familiar al educativo o laboral.