Probablemente tendré que someterme a una intervención quirúrgica. Confío en mi médico. Es un gran especialista en su campo, un profesional reconocido que, además, resulta muy cercano en el trato con la gente. En los ratos pasados en la puerta de su consulta esperando turno he hecho un estudio estadístico sin el menor rigor (aunque con el máximo impacto para mí, por ser fruto de mi observación directa): 4 de cada 5 pacientes entran con cara de preocupación y salen con una sonrisa. A pesar de que, y esto me consta, a menudo no da buenas noticias.
Mi médico transmite seguridad, confianza, dominio de la materia de la que habla, bonhomía… el problema radica en que lo que no transmite es, vaya por Dios, información.
A la pregunta sobre las características de la intervención que se barrunta su respuesta se concretó en dos frases: una para dar una pincelada gruesa sobre el procedimiento y la segunda, ya en la puerta de su despacho estrechándome la mano como despedida, fue un tajante: “No te preocupes, que esto lo hago yo todas las semanas”. “Sí doctor, pero no a mí”. La parte final de su carcajada la escuché ya con la puerta cerrada.
Fue un acto prácticamente reflejo tentarme el pantalón para localizar el móvil y cuestionar al oráculo. Si Google no existiera habría que inventarlo.
Seguro que el resultado final de todo este proceso no se va a ver afectado de forma decisiva por el hecho de que yo conozca detalles técnicos (ininteligibles para un modesto plumilla sin formación científica). En realidad, el paciente sólo puede aportar buena disposición, ganas de colaborar para facilitar la labor del equipo sanitario que le atiende y poco más.
El problema reside en que hasta hace muy poco, en condiciones normales, ese paciente dócil y predispuesto tenía como única ventana hacia el conocimiento de su situación la que su médico quisiera abrirle, y según hasta qué punto quisiera abrírsela. Pero hoy las cosas no son así.
El paciente puede acceder a un saber enciclopédico de estudios con los que se va a identificar aunque sólo coincida como síntoma el moqueo nocturno o un leve mareo al levantarse deprisa. Por no hablar de la ingente cantidad de situaciones adversas que va a conocer, todas vividas por gente que ha pasado por trances parecidos. Cuando uno está sensible con un tema de salud que le atañe no repara en que en esos foros lo que más vende es el malrollismo. Tampoco se da cuenta de que casi ningún agorero que ha expuesto un caso terrible retorna a explicar cómo se resolvió. Si esto fuera real, la población internauta se diezmaría a pasos agigantados dado lo aparentemente irresoluble de las cuestiones ahí planteadas. Afortunadamente, los estudios de uso de la red desmienten de forma tozuda ese extremo.
Por tanto, en esta tensión entre lo que el paciente debe saber sobre el proceso de su enfermedad, lo que realmente necesita conocer para gestionarlo bien y lo que anímicamente precisa para implicarse de forma constructiva no siempre el malo es el médico ni, por extensión, el personal sanitario. Al paciente quizá no se le pueda exigir rigor, pero sí que transforme esa buena disposición antes mencionada en un dejarse guiar por este proceloso mundo de la información sanitaria online.
Aunque la ecuación no está completa sólo con pacientes responsables y médicos predispuestos a incorporar lo digital al tratamiento. ¿Está la organización preparada para ello? ¿Cómo encaja en este entramado burocrático-administrativo-asistencial el uso de estas moderneces que se perciben, en la mayoría de los casos, como una rémora en vez de como una ayuda? Casi nada.
El cambio cultural que se empieza a exigir al sector sanitario en su conjunto en relación con este asunto es un tema recurrente, cansino ya para los que llevan años hablando de eHealth, salud 2.0 y demás. Pero en cualquier caso resulta insoslayable.
Y no se me enfade, doctor, que sabe que le aprecio, pero entienda que la cantidad de información que me escatime será directamente proporcional a la intensidad con que voy a buscarla en Internet. Así que, ¿por qué no hacerlo juntos?