Los periodos preelectorales no parecen el momento apropiado para abordar con el rigor necesario los problemas de fondo de nuestro Estado del Bienestar, que tiene en la sanidad uno de sus pilares más sensibles. De hecho, en las últimas semanas, estamos asistiendo a un goteo de manifestaciones políticas sobre el sector sanitario, de marcado sesgo ideológico y pernicioso afán electoralista, que sólo añaden confusión e incertidumbres, a una situación de por sí compleja, cuando lo que verdaderamente se necesita en esta coyuntura es visión de Estado, altura de miras y, sobre todo, situar en el centro de las reflexiones las necesidades, las inquietudes reales y la capacidad de decisión del ciudadano.
Que en un país con un sistema sanitario público de cobertura tan amplia como el que más, sin modulación económica individual para el acceso a sus servicios asistenciales, cerca de 8 millones de personas prefieran acceder a los servicios sanitarios privados pagando, una segunda vez, al sector asegurador de salud, para tener una cobertura alternativa a la pública, sin apenas ayuda del Estado, no es anecdótico.
Que la única opción asistencial sanitaria alternativa, sin coste adicional, que permite al ciudadano elegir el subsistema prestacional de financiación pública, entre el dispositivo público general y la oferta privada, concertada con las aseguradoras de salud como garantes, acredite que son un 85 por ciento de media durante más de 35 años los que eligen recibir su prestación pública a través de la oferta privada, no es anecdótico.
Sobre todo teniendo en cuenta que, en este caso, son otros 2 millones de personas, funcionarios del Estado, un colectivo no precisamente mal informado, los que lo hacen año a año, cada año.
Que las experiencias de los diferentes modelos de gestión sanitaria alternativos al de gestión directa en el sistema de salud actual, acrediten que sus ratios de eficiencia económica y asistencial y su nivel de aceptación por quienes utilizan sus servicios, suelen aparecer en los rankings de cada comunidad y en los estudios de benchmarking, desgraciadamente escasos, entre los mejor situados en relación a su nivel competencial, no es anecdótico.
Tampoco es anecdótico que quienes ya intentaron, sin éxito por la visión de Estado del entonces ministro, Ernest Lluch, que la Ley General de Sanidad impusiera en nuestro país un modelo asistencial sanitario monocorde, estatalizado, igualitario hasta sus últimas consecuencias, plagiando al Servicio Nacional de Salud británico de la época, lo intenten de nuevo aprovechando la cobertura de una fundación, la Fundación Alternativas, y de una organización profesional, la OMC, dignas de mejor causa.
Parecen interpretar, interesadamente, que el sentir ciudadano y el de quienes lideraron las movilizaciones que se produjeron en Madrid por la nefasta gestión de un concurso público muy concreto, mal diseñado y peor ejecutado, son coincidentes.
En su afán uniformador y dogmático, les importa poco la realidad. La desdeñan. Se atreven a cuestionar la ejecutoria de los Gobiernos socialistas y populares en lo que al desarrollo de la Ley General de Sanidad se refiere, e incluso a lo acordado por los partidos nacionales e internacionales del mismo signo en el Parlamento Europeo para preservar la sostenibilidad de los sistemas de bienestar, aunque sepan que ostentan legítimamente la representación mayoritaria de las sociedades española y europea. Les da igual.
Sus propuestas parten de hipótesis equivocadas o manipuladas. Obviando las ventajas que para el Estado representan las actuales fórmulas de colaboración público-privada, que prestan la asistencia pública con un coste para el Estado inferior en más de un 30 por ciento al que realiza con sus propios medios. Ponerlas en práctica abocaría al sistema a una crisis de consecuencias incalculables.
Trasvase de millones de personas, al menos los 2 millones de funcionarios, a un dispositivo asistencial ya desbordado; destrucción de infraestructura privada, de utilidad también, en la actualidad, para el propio dispositivo público; destrucción de puestos de trabajo, etc. Tampoco esto es anecdótico.
Sí resulta anecdótico, aunque no sea infrecuente, que la organización que representa obligatoriamente a la profesión médica, de suyo una profesión liberal, dé cobijo a quienes plantean profundizar en su socialización, cercenando de paso muchas de las posibilidades de acceso al ejercicio de su profesión a decenas de miles de profesionales que lo hacen en el sector privado, ya que el público no puede emplear ni a la mitad de los licenciados existentes.
Y más anecdótico aún resulta comprobar cómo en el seno de un partido que se dice liberal, alguno de sus “versos sueltos”, hace suyos planteamientos de movimientos reivindicativos surgidos básicamente desde coordinadoras antisistema y de aliados coyunturales defensores de un corporativismo que pone el mantenimiento de su estatus por encima de los intereses generales.
La realidad no es una anécdota. Entre 2009 y 2013, el gasto sanitario público ha disminuido en 10.000 millones de euros. La proporción del PIB dedicada a gasto público sanitario ha pasado de 6,74 por ciento (2009) al 6 por ciento (2013). El Pacto de Estabilidad, acordado con la Comisión Europea (CE), prevé mantener estancado el gasto sanitario público al menos hasta 2017. En el entorno del 5,3 por ciento del PIB en dicho año y sin posibilidades de expansión significativa hasta el 2030, según la OCDE.
Es evidente por ello que el sector sanitario no podrá volver a la “normalidad”, entendida como continuar creciendo por encima de las posibilidades de la economía del país. La UE impone acabar con las desviaciones presupuestarias que han caracterizado la gestión de lo público en sanidad, lo que debe obligar a abordar cambios estructurales que en ningún caso podrán ir en la línea del manifiesto sino, por el contrario, deberán de facilitar el concurso de otros agentes con capacidad de aportar recursos e iniciativas socialmente justificadas y aceptables.
Afortunadamente, en España los hay y llevan años acreditando su capacidad de colaboración con el sistema público, desde experiencias que evidencian que hay posibilidades alternativas legítimas, como acaba de confirmar el Tribunal Constitucional, de gestionar la asistencia sanitaria pública manteniendo sus bondades para el ciudadano y aportando ratios de flexibilidad organizativa, eficiencia económica y capacidad inversora, que la rigidez de las normas administrativas y las limitaciones presupuestarias nunca podrán ofrecer.
Por Enrique de Porres Ortiz de Urbina, presidente de la Comisión Técnica de Salud de Unespa.