A través de la prensa, hemos asistido en los últimos tiempos a decenas de cambios en las direcciones de las diferentes consejerías de las autonomías con el cambio de los gobiernos que, obviamente, obedecen a la opción de confianza e ideológica de los propios partidos. Pero con estos cambios también se han producido muchos movimientos en las gerencias y direcciones de los hospitales públicos porque no eran afines al partido político de turno que entraba a gobernar.
Posiblemente no haya empresas más difíciles de gestionar que los aeropuertos y los hospitales. Los aeropuertos no son mi especialidad, pero cuando voy por cualquiera de ellos y veo la cantidad de personas que trabajan en él, las tremendas diferencias que existen entre todos esos trabajadores –desde los profesionales con mayor cualificación hasta operarios y personal sin ella– y, sobre todo, la gran cantidad de procesos que tienen que funcionar de manera coordinada y sinérgica para que todo discurra de manera correcta y al final podamos volar con seguridad y sin sobresaltos, me trae a la mente no pocas similitudes con la gestión hospitalaria, ya que hay decenas de procesos que deben funcionar correctamente y de forma coordinada en un hospital para que un paciente no salga peor de lo que entró por alguna razón que no sea su propia enfermedad...
Cientos de personas de la más diversa cualificación trabajando de manera coordinada para que el paciente, cuando entra en un centro asistencial, sea correctamente atendido o tratado, tanto a través de procesos que interaccionan directamente mediados por profesionales sanitarios –médicos, enfermería, personal técnico y auxiliar, etc.–, como a través de otros entornos de los que, aunque no se es consciente, son imprescindibles para que todo funcione correctamente: medicina preventiva, gestión de farmacia, mantenimiento de instalaciones, restauración, etc.
Para gestionar un hospital de una forma adecuada hay que tener el sentido común propio, que viene dado entre otras cosas por la cualificación profesional necesaria y ajustada al puesto –que, en mi opinión, para estas instituciones debe pivotar sobre la formación sanitaria– y tres virtudes fundamentales: el sentido común general, la experiencia y la capacidad de decisión.
Sentido común general, porque la variabilidad en la asistencia médica y la ingente cantidad de procesos que concurren desde que un paciente entra en un hospital hasta que sale del mismo necesitan, además de la implantación de un sistema de calidad que garantice que lo normal va a funcionar siempre igual y por eso estos sistemas de certificación en nuestro ámbito deberían ser de obligada implantación, un criterio coherente y homogéneo de actuación sin estridencias ante las diferentes situaciones ante las que se debe enfrentar a diario el hospital.
Experiencia, pero no tanto en el mundo de la gestión sino en el conocimiento del propio hospital, sus procesos, sus protocolos y sus gentes. Porque la experiencia te permite alcanzar confianza como gestor para transmitirla a los profesionales que colaboran en tu propio entorno y así ordenar decisiones con la autoridad moral suficiente como para que se ejecuten.
Por último, y no por ello menos importante, capacidad de decisión. Habitualmente, y a diferencia de las decisiones de los profesionales que trabajan directamente con el paciente, las decisiones de los gerentes, si son equivocadas, suelen ser reconducibles. Lo que sí es terrible es la inacción, ya sea esta por incapacidad para ejecutarlas o porque el gerente correspondiente no tenga la experiencia o el conocimiento de su propio hospital para saber cuál es la decisión más acertada o no tenga la autoridad moral ni la confianza de sus trabajadores como para que sigan sus instrucciones.
Hospitales que cambian a sus gerentes con cada movimiento político no pueden funcionar bien, son barcos a la deriva, sin capitán, porque desde que entra un gerente hasta que adquiere suficiente experiencia, conocimiento, respeto y autoridad, no pasan menos de 3 a 5 años.
La sanidad en nuestro país es preciso despolitizarla y quitarle ideología, pero por supuesto hay que empezar por los puestos que dirigen directamente las instituciones sanitarias. El político que entra en una consejería en el puesto que sea, sabe que está a merced del partido porque son puestos basados en la confianza; sin embargo, los gerentes de las instituciones sanitarias son profesionales a los que sólo los resultados de su gestión deberían influir en su permanencia. Muchas voces reclaman una formación y acreditación específica para ejercer la gestión sanitaria y no les falta razón pero, para empezar, lo que trato de denunciar en estas líneas es una situación que parece muy elemental, y que se sigue dando con extraordinaria frecuencia, lo que debería analizarse en profundidad para poner las medidas correctoras necesarias.