Se puede lamentar tanto o más la muerte de los enemigos que la de los amigos. La de los amigos ya se supone, faltaría más, pero es que en ocasiones los enemigos dejan un vacío imposible de cubrir, que nos deja aturdidos, sin fuelle para seguir alimentando nuestra ira. Tras el momento gozoso de conocer su destitución, seguro que los muchos enemigos que en su poco tiempo de consejero se ganó a pulso Javier Rodríguez quedaron a renglón seguido como huérfanos, desorientados sin saber a quién arremeter. En una de sus muchas y deliciosas salidas de tono, Javier Rodríguez irritó aún más al personal: “No tengo apego al cargo, soy médico y tengo la vida resuelta”. A fe que sí.
Durante unas pocas semanas, Rodríguez fue el enemigo necesario de mareas, plataformas, federaciones, partidos, sindicatos, profesionales y pacientes que encontraron en él al imprescindible catalizador de todas sus desdichas. Su desparpajo y su absoluta falta de corrección política, le llevó a entrar en el cuerpo a cuerpo con un entusiasmo y una animosidad que era la bendición de los periodistillas. Su discurso no consistió en otra repetición del cansino y tú más. Sus argumentos sorprendieron a extraños y sobre todo a propios, especialmente en un partido tan previsible y plomizo como el PP. Y sus enemigos se lanzaron gustosos a la yugular, sabiendo que por fin estaban ante la reencarnación del diablo, de ese facha desalmado y autoritario que la izquierda lleva décadas buscando en las filas populares y que nunca encuentra de verdad. Porque sencillamente no existe.
Rodríguez llegó a traspasar la raya roja del decoro y de los sentimientos. Casi de la misma humanidad, cuando ligó la que no dudó en definir como buena gestión en la crisis del ébola a la supervivencia de la auxiliar Teresa Romero: “De otro modo, ahora no estaría hablando”, soltó ante el mundo, un comentario mitad altivo, mitad tabernero, que nunca debió pronunciar porque saltaba a la vista. Pero verbalizada, a veces la realidad es demasiado demoledora.
Enemigo necesario para muchos, Rodríguez fue también cabeza de turco para algunos menos, pero seguramente más poderosos. Su sacrificio en la plaza pública de una sanidad consternada por un contagio inesperado les vino de perlas a unos cuantos responsables que, de otro modo, sin el parapeto de Rodríguez, deberían haber pronunciado algunas frases más que esta boca creo que es mía (porque la tengo, no porque la use). De hecho, la incontinencia verbal del exconsejero fue directamente proporcional al prudente silencio de muchos cargos políticos, empezando por la ministra Mato, que apenas elevó su exposición mediática tras aquella gloriosa rueda de prensa en la que se anunció oficialmente el contagio, y en el que más que ministra, pareció la moderadora de un debate entre expertos y medios de comunicación.
El minuto de gloria de Rodríguez, que seguramente nunca buscó, terminó abruptamente, con su destitución, enarbolada como un logro por sus enemigos, pero interiorizada después con pesar, porque con gente como Rodríguez las filas de la izquierda están más prietas y las barricadas dejan de ser de cartón piedra. En su campante descenso a los infiernos, aún habrá tenido tiempo de escuchar las contradicciones y justificaciones de la auxiliar Romero, mal aconsejada y peor rodeada, de gente que buscó su propio beneficio por encima de cualquier consideración. Esas batallas ganadas después de muerto (políticamente hablando) no es que le colmen a uno, pero imagino a Rodríguez pletórico en su testarudez, tranquilo con su conciencia y solo, como quedamos siempre los que alzamos en exceso el tono de voz. Aunque sea para decir verdades como puños.