Pese a alguna que otra salida de tono, disparatada y peregrina -y aunque la suelte algún famoso-, es claro que las vacunas son una efectiva medida de prevención, especialmente útil en la infancia y que arroja grandes resultados en salud, sobre todo en sistemas sanitarios gratuitos y universales, como el español. No hay debate posible en torno a esta evidencia, y si alguien trata de generarlo, lo mejor es en este caso no darle siquiera la oportunidad porque sus argumentos van a tener que ver más con la creencia que con la ciencia. Ahora bien, sí hay otras circunstancias que pueden y deben seguir siendo debatidas, como la inclusión o no de determinadas vacunas en el calendario, su venta en farmacias, para posibilitar la libre elección de los padres, y la obligatoriedad o no de suministrarlas, ante una cobertura que, aunque muy elevada, no es completa y, de hecho, provoca alarmas muy notables en la sociedad como el reciente fallecimiento del niño de Olot a causa de la difteria. Pero siendo importantes, estas cuestiones no tienen que ver, ni pueden cuestionar, la realidad de que un niño vacunado es un niño protegido y que lo contrario es un niño en riesgo. En este escenario tan claro, la duda ofende y es necesario que dejemos ya de dar voz a esos pocos insensatos que aún se atreven a plantearla.