No son pocos los
políticos, gestores, profesionales y ciudadanos que consideran que la capacidad del Ministerio de Sanidad para introducir cambios significativos en el sistema, en un contexto de descentralización amplia de las competencias sanitarias de actuación a las comunidades autónomas,
es más bien escasa sino nula.
Planteamiento que
infravalora el que las características de estas competencias transferidas están determinadas en gran parte por la normativa que emana del poder legislativo central y que son sus disposiciones las que definen la orientación conceptual, objetivos, financiación, cobertura poblacional, cartera básica de servicios y accesibilidad a los mismos, así como su
organización general estratégica.
En definitiva, es el gobierno central y, por tanto, las propuestas del poder ejecutivo, del que forma parte el Ministerio de Sanidad,
quien tiene la capacidad para instar al legislativo y a los grupos políticos que lo integran a que analicen los cambios estratégicos que pueden introducirse en nuestro sistema sanitario para mejorar la respuesta a las necesidades y expectativas de la ciudadanía en el ámbito de la salud, bienestar y calidad de vida personal y colectiva.
Otrosí, resulta que
la mayoría de las disposiciones legales que rigen nuestra sanidad tienen, en el mejor de los casos,
una antigüedad de 40 años. Claro que la edad no tiene porqué ser una limitación, aunque los cambios culturales, socio-económicos, tecnológicos y también los modos de utilización de los servicios sanitarios, entre otros factores que se han sucedido, sí lo son. Más que una limitación se trata de un escenario bien distinto que requiere, pues, una nueva visión.
Sin olvidar que las expectativas de buena parte de la población española del siglo XXI, precisamente
la que más puede beneficiarse de unos servicios públicos solventes, aspira a potenciar o, por lo menos mantener, el estado del bienestar que surgió tras la segunda guerra mundial.
Claro que para satisfacer tales anhelos que, entre paréntesis, quizás tuvieran un reflejo electoral sustantivo, convendría que el papel del Ministerio de Sanidad en el gobierno de España dejara de ser, como desgraciadamente ha sido habitual,
un instrumento de “consolación política” para acabar de ajustar los equilibrios sectoriales y partidarios internos de los gobiernos estatales. La ciudadanía, y también la trayectoria política de los actuales responsables ministeriales se merecen otra cosa.
Sin dejar de ocuparse de los problemas de distintos sectores asistenciales, de salud pública y de formación de nuestra sanidad, cometido que, según recientes declaraciones ministeriales, está bien presente. Pero, como reza el refrán, convendría evitar que los árboles impidan ver el bosque, de modo que interesa también
asumir sin tardanza los retos estratégicos que afronta el sistema sanitario.
Un planteamiento que podría facilitar la tarea de encontrar las mejores soluciones posibles a los problemas sectoriales, al generar unas condiciones más adecuadas para enfrentarlos.
Desafíos que, a título de sugerencia y sin pretensiones de exhaustividad, tienen que ver con:
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La potenciación de una perspectiva auténticamente salutogénica por parte del sistema sanitario, hasta hoy excesivamente centrado en la asistencia sanitaria de los procesos patológicos y con escasa o nula priorización de los enfoques intersectoriales de las políticas de salud, bienestar social y calidad de vida personal y colectiva.
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En consecuencia, una necesaria reconsideración de la priorización de los recursos que se dedican a la asistencia sanitaria de las patologías establecidas, agudas y crónicas, en comparación con los destinados a otros ámbitos asistenciales y de cuidados personales y poblacionales (esencialmente de promoción de la salud, preventivos y sociosanitarios) y en función de su contribución efectiva a la mejora de la salud, bienestar y calidad de vida.
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Lo que comporta el fomento operativo de la iniciativa de salud en todas las políticas que, por cierto, no consiste en subordinar las políticas públicas a la sanidad apelando al espejismo corporativo de que la salud es la ley suprema, sino a la responsabilidad de cada uno de los sectores sociales implicados en la generación de la salud, que es algo más y distinto de la ausencia de enfermedad o de insania.
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Fomentar efectivamente el papel de la salud pública, particularmente en su dimensión de administración gubernamental, en el sentido de actuar como bisagra o gozne entre los sectores sociales implicados en la generación de la salud y el sistema sanitario, evitando la medicalización inadecuada de la vida cotidiana.
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Lo que facilitaría la reconsideración de la cartera de servicios del sistema sanitario y asignar los recursos necesarios para permitir la inclusión en régimen de igualdad con los restantes de aquellos sectores asistenciales que llevan sufriendo seculares discriminaciones negativas, como, por ejemplo, los de salud mental, odontología, oftalmología, podología y atención a la salud sexual y reproductiva.
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Abordar la reestructuración del sistema hospitalario para definir con claridad la planificación geográfica, circuitos de derivación y acceso, características, dotaciones y competencias de los distintos tipos de centros: de alta tecnología y referencia, de complejidad media, y de ámbito local, potenciando y exigiendo para estos últimos la existencia de sólidos mecanismos de coordinación en planificación operativa, gestión y asistencia con los de atención primaria y comunitaria.
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Reconsiderar el modelo de atención primaria y comunitaria establecido a principios de los años 80. No son suficientes ni efectivos los abordajes parciales de los problemas detectados hoy o de las disfuncionalidades iniciales del modelo para conseguir que responda de forma adecuada al nuevo contexto cultural, social, tecnológico y de utilización de servicios de la sociedad actual. Es preciso analizar en profundidad sus bases conceptuales, organizativas y de actividad si queremos impedir que el deterioro rápidamente progresivo en el que se encuentra se haga irreversible.
Sin olvidar, naturalmente, la
necesidad de garantizar la universalidad real e igualitaria del sistema sanitario, con referencia especial a la prestación de servicios con recursos públicos para toda la población y la consiguiente eliminación progresiva de las inequidades e ineficiencias actuales. Aunque este sea el objetivo más difícil de alcanzar, debido a los obstáculos que comportan ciertos intereses cortoplacistas y la propia inercia política.
De ahí que para superar los retos mencionados resulte imprescindible diseñar
una estrategia adecuada, más allá del establecimiento de unos objetivos generales, aunque éstos conformen la referencia indispensable para orientar, por un lado y para agrupar, por otro, los esfuerzos necesarios para materializarlos.
Sirvan las consideraciones anteriores para que los que opinan que el Ministerio de Sanidad tiene un escaso o nulo rol político reconsideren total o parcialmente su postura y se avengan a admitir que, si los equilibrios fácticos y políticos lo permiten, la tarea que tiene por delante un
Ministerio de Sanidad que quiera contribuir realmente a cambiar el panorama sanitario español puede ser calificada, sin temor a equivocarnos, de ingente.