Hace 30 años, en cumplimiento del mandato constitucional (artículo 43) del derecho a la protección de la salud, entra en vigor la Ley General de Sanidad, que vino a poner las bases políticas y legales para construir un Sistema Nacional de Salud (SNS) de cobertura universal, de calidad, público, financiado por los presupuestos del Estado y con las competencias sanitarias transferidas a los servicios de salud de las comunidades autónomas.
Ley, pues, que debemos defender y de la que debemos sentirnos orgullosos; pero, ojo: también tuvo muchas sombras.
El ministro Ernest LLuch, y el subsecretario Pedro Sabando, fueron muy ambiciosos en su planteamiento de la ley, pues había que sentar las bases de la Atención Primaria con la creación de las áreas básicas de salud y consolidar a ésta como centro de gravedad de la atención asistencial, además de decir adiós al hospitalocentrismo. Había que reconvertir más de una cincuentena de distintos sistemas sanitarios, de predominio hospitalario, para integrarlos en un único SNS.
Hace 30 años las circunstancias no eran fáciles.
La oposición política, las empresas sanitarias, las comunidades autónomas ya transferidas y los profesionales sanitarios… fueron todos implacables para contrarrestar los inconvenientes de los primeros borradores de la ley. De hecho, hubo que redactar hasta once de ellos antes de que la ley llegara a Las Cortes.
Recuerdo la intervención de CESM en dos citas organizadas en el comedor del ministro. Las reuniones fueron a cara de perro o bronco y copero. Tal era nuestra postura que, en las asambleas, yo hablaba de la reforma afrocubana por la influencia que tenía la Sectorial de Sanidad del partido comunista, y los sindicatos de clase, sobre los borradores de la ley.
La normativa entra en Las Cortes y se presentan más de 100 enmiendas. En este contexto, los médicos perdimos el Estatuto Jurídico del Personal Médico de la Seguridad Social, y, los ciudadanos, una financiación suficiente. Además, el enfermo mental se vio postergado al furgón de cola del sistema sanitario.
La principal sombra es que siempre se ha pasado de “puntitas y sin hacer sangre” con esta ley, y, claro, de “aquellos polvos, estos lodos”. Me estoy refiriendo al fracaso de la financiación que estos días todavía seguimos padeciendo, pues se trata de una normativa con la dimensión del gasto social, las prestaciones de servicios asistenciales y el fracaso transferencial, desde el punto de vista económico, a Cataluña y Andalucía.
Ya se habían hecho las transferencias a Cataluña en 1981, pues a Jordi Pujol le interesó más el poder político de la transferencia que su financiación. La Comisión de Traspasos habló de política y poco de financiación, a pesar de la diversidad asistencial del modelo catalán (el 70 por ciento de las camas asistenciales no eran de titularidad pública). Cómo se cuantificó económicamente, esta diferencia supuso no restituir la falta de inversiones sanitarias en Cataluña (al menos si se compara con el resto de inversiones en las comunidades autónomas).
Los traspasos a Andalucía se hicieron entre iguales entre dos gobiernos socialistas, también sin cuantificación económica. Pero, a pesar del fracaso de estos antecedentes, la Ley General de Sanidad comete el error de salir sin memoria económica.
En 2002, se consuma el proceso transferencial: diez comunidades autónomas que componían el Insalud son transferidas con escasa memoria económica. Bajo el amparo de la Ley de Financiación Autonómica, todas las comunidades autónomas han preferido la libertad de gastar a la carta de las necesidades políticas de sus propios presupuestos. Nunca aceptaron éstas una financiación finalista, aun poniendo en peligro el principio de equidad, siendo la sanidad el mecanismo más eficaz en la cohesión y en la equidad social.
De esta forma, se han perpetuado las diferencias de más de 500 euros por ciudadano al año en los presupuestos sanitarios, entre otras.
Estamos en plena campaña electoral y, con ella, se consolida el cinismo partidista: se debaten entre una nueva Ley de Sanidad para el siglo XXI, unos, y una reforma en profundidad de la actual ley, otros. Todos hablan de la necesidad de un Pacto por la Sanidad, y pienso que éste sería fácil si no fuera por la sostenibilidad económica pues, en este caso, no se habla de sanidad sino de un modelo de financiación autonómico. Y ahí está el lio.
Todos hablan de financiación suficiente, cobertura universal, eficiente y de calidad, fomento de la equidad, cooperación interautonómica… y un largo etcétera.
Qué cinismo y qué forma de marear la perdiz. Seamos serios: hace años que venimos reclamando el Pacto por la Sanidad sin ningún éxito. Así que recordemos cuáles serían las premisas necesarias e imprescindibles de este pacto: pago de la deuda sanitaria y contador económico a cero; financiación suficiente y finalista; Consejo Interterritorial vinculante y de obligado cumplimiento de sus resoluciones; y cartera de servicios única y central de compras.
No cabe duda de la importancia y de la revolución social y sanitaria de esta ley, que todos tenemos que defender, pues ha supuesto colocar a España entre los primeros países en la prestación asistencial sanitaria, siendo modelo por imitar por muchos en el mundo.
Pero hoy eso está en peligro y estamos bajando en los puestos de cabeza, así que pongámosle remedio y no dejemos que la política infecte el proceso de recuperación. La Ley General de Sanidad salió mal financiada, sigue estándolo y estamos perdiendo equidad y cohesión social por ello.
Queridos políticos: estáis en campaña electoral, un buen momento para salvar al SNS del lodo en el que se encuentra rectificando aquellos polvos.