Cuando uno echa una ojeada a
los dineros que se asignan para cuidar la salud de los ciudadanos españoles (iguales todos, dicen, ante le ley), no dejan de llamar la atención las diferencias entre comunidades autónomas.
El País Vasco lidera la clasificación, con prácticamente dos mil euros por habitante y año, en tanto que el colista Madrid se queda en mil trescientos. Las causas son de índole política, no las analizamos. Pero creo que cabe un reconocimiento especial a la sanidad madrileña y a sus profesionales por haber superado la encerrona mortal de la primavera 2020 en una lucha heroica, al menos hasta que comenzó el Zendal, tras un esfuerzo titánico en el que profesionales y voluntarios cayeron rendidos (y algunos muertos) en turnos de más de 24 horas.
Las cuestiones sanitarias han estado de cierre temporal mientras se hablaba sobre la OTAN. Encuentren en el mapamundi un territorio con 44 millones de habitantes a la que la poderosa Rusia está aplastando (se llama Ucrania) y márquenlo con atención porque ese conflicto es el culpable de todo… si tienen a bien creérselo. Hasta de la ya tristemente célebre factura de la luz.
Y a eso la sanidad ¿es ajena?
Yo sitúo el
punto de partida en la guerra del Yom Kippur, que tuvo escasas consecuencias militares, pero las tuvo estratégicas y políticas. La primera vez, desde su victoria en 1945, que a los Estados Unidos le mojaron la oreja fue en Vietnam. En el Yom Kippur se la volvieron a mojar con un líquido negro y untuoso llamado petróleo. Hasta entonces, ningún intento había conseguido pisar seriamente al cártel de las siete hermanas, pese a los esfuerzos venezolanos por crear un cártel contrario llamado OPEP. Pero en aquella guerra, los grandes productores del golfo Pérsico respondieron positiva y contundentemente a la llamada.
Los precios asestaron un golpe inesperado y rotundo a la economía del mundo desarrollado. España consiguió amortiguarlo en parte, gracias a las gestiones del entonces príncipe Juan Carlos con la monarquía saudí, pero el impacto sobre las grandes naciones europeas fue considerable.
Ése fue el momento que Houari Boumédiène eligió para su toque de zafarrancho:
la invasión islámica. “Millones de los nuestros invadirán Europa y no como amigos, sino para conquistarla a fuerza de población. Los vientres de nuestras mujeres nos darán la victoria”. Decía contar con dos aliados ya establecidos dentro de la propia Europa: el desarrollo del aborto y el hundimiento de la institución familiar. Tiempo después, una paráfrasis de Muammar el Gadafi invocaba a Alah como garante de esa victoria que llegaría sin espadas, sin pistolas, sin suicidas y sin terroristas, “por el vientre de nuestras mujeres”. Ya en el siglo XXI, los líderes de Al-Qaeda (Bin Laden y Al Qadarawi) lo repitieron:
“así conquistaremos para el Islam Europa, y tras Europa el resto del mundo”. Éstos, de pistolas, suicidas y terroristas no hablaron.
Pero Boumédiène no se paró en frases redondas.
Nacionalizó los hidrocarburos y convocó la primera cumbre mundial de la OPEP, que reivindicó el justo derecho que pueblos, hasta entonces explotados por el capitalismo, tenían de lucrarse y desarrollar sus propios recursos. Aunque alguna inteligencia superior ya estaba pensando en un objetivo mucho más ambicioso: crearle al mundo una sed de petróleo incontrolable. Ello pasaba por despejar del camino alternativas más dispersas y accesibles, en concreto la energía nuclear pacífica. El mundo de la energía se diversificaba. Pero, ¡claro!, llegó Chernóbyl y abrió los ojos a todos… con una gran mentira. Lo hasta ahora expuesto sucede entre 1973 y 1979. Faltan diez años para Chernóbyl. Y cuando el propio
primer gobierno socialista de la transición española anunció una moratoria nuclear faltaban dos aún. Chernóbyl vino al pelo como colofón, más bien como estrambote, de una campaña que parecía instrumentada por charlatanes, aunque éstos fueron realmente testaferros utilizados por estrategas hábiles, pacientes y constantes para alcanzar sus fines.
El año 75 vi, en la valla de un patio de Nueva York,
un graffiti que demandaba un futuro solar para la energía y que se enterrara el nuclear. En mi siguiente viaje, el estreno de una película narraba la amenaza de fusión de un núcleo en un guión sin ninguna base científica ni técnica mediana, con el objetivo de popularizar el miedo a desastres en centrales nucleares. Los altos cargos obviaron su obligación de, honestamente, explicar al pueblo las causas del accidente (otra chapuza del intervencionismo político en el terreno de los técnicos) porque la explicación ya estaba previamente sembrada.
En un plan de esta naturaleza es muy fácil destruir y muy difícil recobrar. Así hemos llegado a este círculo sin salida. Rusia se suma a los grandes del petróleo y el gas. Y de paso, en su afán por recuperar el imperio, el señor Putin organiza una guerra con la que también se explica todo. China quedaba fuera por no ser un gran productor. Pero allí aun reina, después de morir, el mayor talento político del siglo XX, Deng Xiaoping, el “arquitecto de la reforma”. Con sus reformas,
China inició un despegue que parece no parar nunca. Y ahora aspira a liderar el control de las “nuevas tecnologías”.
Un pueblo no es nada si da de lado a la ciencia (el verdadero motor del progreso) y olvida su historia (la experiencia que previene repetir errores) o deja que se la sustituyan por una inventada a conveniencia del inventor. La inmediata consecuencia es que la mediocridad invade la política y la política lo invade todo.
Su afán de protagonismo y sus rivalidades ambiciosas pusieron a un lado a sanitarios y científicos para volcarse sobre el control del covid-19 y dejaron 50.000 muertos (no pocos sanitarios entre ellos) en la primavera trágica de 2020. Los montes arden porque son puestos de lado bomberos rurales, agricultores, ganaderos, cazadores, en fin, los que de verdad entienden el monte, con los que sólo se cuenta para recibir instrucciones (malas y/o tardías) y para sufrir los daños del desastre. Y no existe un plan energético español diseñado por ingenieros, sino que supone uno de los pilares del discurso político sin la menor relación con la estructura o las capacidades propias. Dinamarca las tendrá bien en cuenta, con sus vientos y sus corrientes, a la hora de instalar sus aerogeneradores y sus turbinas marinas, pero llamar renovables o sostenibles a ciertas formas de generación en un país (léase España) pobre en agua y viento no dejar de ser, fuera de áreas concretas, algo, como poco, irónico.
Si Don Quijote levantara la cabeza y eligiera bien el día, podría cruzar La Mancha entera, desde el Rabo de la Sartén hasta Tarancón, sin librar una sola batalla contra los gigantes de ahora, ya que no moverían sus largos y poderosos brazos por falta de viento.
El consumo anual de electricidad de España debe rondar los 260 millones de megawatsxhora. La producción propia se dice que lo equilibra (de hecho, las importaciones de nucleares francesas son porcentajes muy reducidos),
pero no se puede obviar que había días en que hasta un tercio de la producción llegaba de combustibles fósiles. Aunque España tenga unidades de generación, la materia prima es en buena parte importada. O sea, que estamos atrapados por el voraz oligopolio del petróleo. Los productores, salvo los de filiación comunista (pro-rusos), son neutrales en esa guerra que, ya saben, tiene la culpa de todo. Si bien no tan neutrales como para no disparar los precios y restringir el crecimiento de la oferta al 2,7% anual, cuando las necesidades del mundo deben estar por encima del 3,5%. Oferta que supongo minuciosamente estudiada para que los precios no desaceleren.
Pero ahí están las sostenibles que pueden producir más del 50% de nuestras necesidades (según propaganda; la realidad estará más cerca del 40%). La potencia productora “verde” instalada en España es probable que ronde los 50 millones de megawats. Eso significaría que, funcionando de manera casi continua a alta potencia,
cubriría de largo el 100% de nuestras necesidades.
Pero la capacidad productora “verde” no la deciden los ingenieros sino la naturaleza. Y la nuestra nos “sostiene” entre el 25% y el 30% de su capacidad máxima, es decir, cerca del antedicho 40% de nuestro consumo. Con esa eficiencia tan pobre, económica y técnica, los señores del gas y del petróleo sólo tienen que esperar a que mendiguemos o, simplemente, nos arruinemos por completo.
China está desarrollando rápidamente un ambicioso programa de generación nuclear.
¿Se imaginan que en la embobada, engreída y atomizada Europa alguien intentara hacer lo mismo? ¿Cuánto aguantaría sin desistir por las presiones sociales, políticas, modales, ideológicas y, sobre todo, educativas? Una enseñanza suficientemente mediocre que cree generaciones suficientemente ignorantes es el caldo de cultivo idóneo para contar con una futura masa social clónica y fácilmente manejable. Nuestros estados laicos ya no tienen religiones pero tienen ideologías. La ideología, sin ciencia y sin historia, no es sino otra religión, en el peor sentido de la palabra. Supersticiones y dogmas. Alimentación, formación, medioambiente, energía… todo se transforma en religiones. Sin olvidar las protagonistas, no sólo del futuro sino del mismo presente que ya nos ha alcanzado, y que son las nuevas tecnologías. Las que controlan el movimiento del hombre: automoción y comunicación.
Aquellos que no creen que el yogur nazca espontáneamente en los frigoríficos tampoco creerán que la electricidad nazca por su propia virtud de los agujeros de las paredes. Ni que baste arrimar un coche a un enchufe para que salga andando. Estas tecnologías han convertido en primera necesidad a nuevos materiales que en el futuro se demandarán de forma masiva. ¿Y dónde están? Mayoritariamente en concesiones a China y en yacimientos del tercer mundo. El primer mundo desarrollado, utilizador de tales avances, no se va a manchar excavando una pegmatita de litio, no sea que haya que arrancar un pino para acceder a ella.
¿Y la sanidad? Como siempre, tiene prioridades sagradas… y volubles. Los veteranos recordarán bien las viejas guerras contra las listas de espera, la gran prioridad. ¿Y qué ha sido hoy de esas esperas? Ni se sabe ni importa. La mágica solución de los problemas no está en resolverlos sino en sustituirlos por otros que encajen bien en los medios y en las modas. Hoy, de lo que se habla es de blindar, que no sé bien si consiste en fabricar carros de guerra.
"Si el gran apagón llega, ya no habrá que preocuparse por la escasez de equipos de protección personal o de camas de UCI o de suministro de oxígeno. Todo se apagará. La sanidad también"
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Recordemos de nuevo la primavera trágica de 2020 en Madrid.
Las mascarillas que se fabricaban artesanalmente con rollos de papel higiénico. Los criterios de edad que se aplicaban inevitablemente para dar cama en UCI. Las alarma extrema de desabastecimiento total por saturación de las redes de oxígeno… Ese Madrid consume por mes entre 2 y 2,5 millones de Megawatxhora en energía eléctrica y matricula 27.000 vehículos, los cuales suponemos que en adelante, por razones sociales, políticas, modales, ideológicas y educativas, serán eléctricos. ¿Cuándo esperan los gerentes de hospitales que empiecen a llegarles demandas, sindicalistas o no, para que instalen cargadores en los centros de trabajo? ¿A cuántos puestos de carga ascendería esa demanda? ¿Y con qué intensidad? Por encima de 60 Amperios la mayoría de las redes internas no aguantarían el crecimiento. Al ciudadano de a pie, estas melindres técnicas le tienen sin cuidado. Lo que quieren es cargar rápido y gratis. ¿Están preparados los mandos para contestar que cada uno tendrá que cargar en su casa, de noche y a carga lenta, para evitar que el sistema se caiga al suelo?
Si el gran apagón llega, ya no habrá que preocuparse por la escasez de equipos de protección personal o de camas de UCI o de suministro de oxígeno. TODO se apagará. La sanidad también.
Hoy se habla mucho de prevenir. No estaría de más que también se actuara. Y, en este tema, que actuaran los ingenieros hospitalarios cuyo protagonismo evidente debe ser respetado y no secuestrado por las ocurrencias políticas. Son los que deben tomar decisiones fundamentadas y rápidas. Yo no soy quien para sugerir nada, pero, si osara, me atrevería a proponer soluciones autárquicas.
Que empiecen por diseñar en cada hospital una fórmula de generación autónoma, aunque eso pudiera suponer la proliferación de centrales independientes. Cabe esperar del talento de nuestros técnicos ideas mejores, pero, las que sean, terminarán tropezando con exigencias presupuestarias severas y ahí irremediablemente entrarán los políticos. Debates, palabras y sin soluciones a los dineros necesarios, algo que nos dejaría como estamos.
Ya que poco tenemos, gastémoslo de la mejor manera. Por enésima vez, vuelvo a proponer que se recupere la primaria.
Que los enfermos sean de nuevo atendidos por su médico y su enfermero. Que el viejecito al que le caducan los plazos de su recetario electrónico pueda acudir a que lo revisen y se los renueven cara a cara, y no por una llamada telefónica críptica y fría desde un número que no admite retorno, de modo que si no responden a tiempo sean arrojados al estercolero del olvido. En definitiva,
que la sanidad vuelva a ser humana, y no una piltrafa llamada “on-line”, cuya traducción debe ser algo así como “apáñatelas lo mejor que puedas”.
Señores que dirigen la Sanidad, es gracia que esperamos alcanzar de Vuestras Excelencias, cuya vida (¡ojalá!) guarde Dios muchos años, no sea que vayan a morir (políticamente) en las próximas elecciones.