En estos días he vuelto a descubrir un libro que me marcó profundamente en mis años de residente de Medicina Preventiva y Salud Pública. Lo recordaba como una lectura incómoda, inquietante, incluso radical. Hoy me sigue resultando sorprendente y de absoluta actualidad. Se trata de Némesis médica. La expropiación de la salud, de Ivan Illich (1926–2002), pensador austriaco de origen croata, historiador, filósofo, docente y figura clave del pensamiento crítico del siglo XX. Illich fue un profundo cuestionador de las instituciones modernas, desde la escuela hasta el sistema sanitario, al que dedicó algunas de sus críticas más lúcidas, reflexivas y visionarias. Publicado en 1975, este libro no ha envejecido. Al contrario; cincuenta años después, la visión que recoge se muestra más actual y más necesaria que nunca.
La crítica radical a la medicalización
Illich no atacaba la medicina como ciencia ni como arte, sino su deriva institucionalizada. Su tesis nuclear era clara: el sistema médico moderno, al alcanzar una posición hegemónica, genera más enfermedad que salud. A esto lo llamó yatrogenia estructural. No se trataba solo de efectos adversos de los tratamientos (yatrogenia clínica) ni de la dependencia que puede generar en los pacientes (yatrogenia social), sino simple y llanamente de una expropiación: “la medicina —convertida en sistema— nos quita a las personas la posibilidad de afrontar por nosotros mismos el dolor, la enfermedad, la muerte.”
Denunciaba cómo la vida había sido medicalizada, cómo el sufrimiento se transformaba en patología, la muerte en fracaso, el envejecimiento en anomalía. Con ello, se desplazaban saberes tradicionales, prácticas comunitarias, significados culturales. Se debilitaban los lazos sociales y se erosionaba la autonomía individual. Illich hablaba ya entonces de una pérdida colectiva de competencias sanitarias, de una ciudadanía convertida en consumidora de servicios, más que en protagonista activa de su salud.
Esa lectura, que me descolocó en su día como joven médico, hoy me parece imprescindible por su absoluta vigencia. Porque mucho de lo que anticipó Illich se ha cumplido con creces. Vivimos inmersos en una lógica hipermédica que responde con intervenciones técnicas a problemas vitales, existenciales, sociales. Y lo hacemos sin cuestionar los efectos colaterales de esa delegación constante de lo humano.
La salud como bien relacional
Frente a este diagnóstico, Illich propone un giro copernicano. Su idea de salud no es la de un estado ideal, ni un derecho garantizado por el sistema, sino una capacidad humana. La salud —escribía— es “la facultad de vivir con dignidad, en medio del dolor, la pérdida, el envejecimiento, la incertidumbre. Es la posibilidad de apropiarse del propio cuerpo, del propio proceso vital, incluso en su fragilidad.”
En este marco, la medicina no desaparece, pero pierde centralidad. Se convierte en una herramienta útil, limitada, situada. La salud se reconstruye como un bien relacional, vinculado a la comunidad, a la cultura, al entorno. Se trata, en definitiva, de relocalizar el cuidado, devolverlo a la proximidad, al saber compartido, a la escucha y a la reciprocidad.
Esta idea —tan sencilla como transformadora— me resulta, a día de hoy, de una enorme potencia. Necesitamos más que nunca una cultura del cuidado distribuido, donde profesionales, pacientes, vecinos, instituciones y saberes populares convivan y colaboren. Donde cuidar no sea un gesto técnico, sino una forma de estar en el mundo.
Releer a Illich hoy como invitación ética y política
El cincuentenario de Némesis médica no es solo una efeméride. Es una oportunidad para repensar nuestras prácticas, nuestras políticas, nuestra forma de entender la salud. La actualidad de Illich no reside en su rechazo a la medicina moderna, sino en su capacidad para desvelar sus efectos no previstos, sus zonas de sombra, sus efectos adversos.
La desafección profesional, el malestar de los cuidadores, la frustración de muchos pacientes, la tecnificación creciente, la saturación de los sistemas, la medicalización de la salud mental, la infantilización de la ciudadanía, la pérdida del vínculo comunitario… Todo ello nos habla de un sistema que necesita reencontrar su razón de ser.
¿Y si Illich tenía razón? ¿Y si la salud no puede producirse, gestionarse o administrarse desde arriba? ¿Y si toca repensarla desde abajo, desde lo común, desde lo cotidiano, desde la confianza y la autonomía?
Preguntas incómodas, pero totalmente necesarias. Incluso urgentes. Cincuenta años después, la propuesta de Illich sigue siendo una brújula poderosa para imaginar un sistema de salud que no enferme, que no colonice, que no sustituya… sino que acompañe, que escuche, que facilite. Una medicina que, en lugar de expropiar, potencie. Un sistema sanitario que, en lugar de prometer curación, permita vivir con sentido.
Quizás —solo quizás— ha llegado el momento de admitir que Illich tenía razón. Y de preguntarnos, con humildad, determinación y espíritu autocrítico, cómo construir desde ahí una salud verdaderamente nuestra.