Lo que se sabe de Sócrates y de Jesucristo se debe a sus discípulos ya que ni uno ni otro dejaron escrita una sola línea. Sus discípulos, Platón y los apóstoles respectivamente, escribieron sobre ellos y por dicha circunstancia se tiene una idea bastante aproximada de lo que hicieron en vida y de la extraordinaria influencia de su actuación en la sociedad, que perdura desde su nacimiento hace ya 2.488 años y 2.018, respectivamente. Ambos fueron sentenciados a muerte por los hombres y el resto lo son por la naturaleza, generalmente. Desde el nacimiento se es futuro cadáver y gracias a los propios cuidados y a la ayuda de los profesionales sanitarios se es capaz de retrasar, durante algún tiempo, el momento de que ese nefasto futuro se haga presente, porque la naturaleza es implacable.
El tiempo es el bien más valioso que se tiene y no se puede de reponer, de tal manera que el pasado, pasado queda para siempre. Para el filósofo presocrático Pitágoras la libertad consistía, con la concisión del matemático, que era, en "disponer del propio tiempo". Por poco que sea el tiempo de prolongación vital mucho se debe a la capacidad e interés de quienes pueden ayudar a conseguirlo: los profesionales sanitarios. Es importante objetivar ambas circunstancias, capacidad e interés, por medio de la evaluación y compensarlos a través del reconocimiento, incluso económico.
El nacido lo es por excepcional casualidad, si se considera la casi nula probabilidad de que el espermatozoide que le concibió fuera aquél concreto que lo logró en competencia con los millones y millones de precedentes y acompañantes de aquella vez que podían haber concebido a otro y no lo hicieron. A esa excepcionalidad debe añadirse que se nace sin el consentimiento del nacido y se muere contra su voluntad, generalmente. La distancia cronológica entre ambos acontecimientos extremos constituye la trayectoria vital del individuo, que casi siempre trata de alargarla el máximo posible y suele desearse llenarla de episodios placenteros.
Si los dos acontecimientos más importantes de la vida de un individuo se producen por casualidad sin la intervención de su voluntad, es razonable relativizar las peripecias vitales, practicar la virtud de la modestia y aprender a no dejar de aprender. Para ello es importante cuidar la salud y evitar la enfermedad actuando de manera inteligente que no es otra cosa que gestionar las emociones que consiste en aceptar las críticas, aprender rápidamente de los errores y permanecer atento a las necesidades de los próximos. A eso ayuda la práctica de los cuatro principios básicos de la bioética que son: a) beneficencia que consiste en hacer el bien sin límite, porque no lo tiene: b) autonomía por el que cada individuo tiene su propio proyecto de felicidad y es responsable de sus actos, c) no maleficencia que requiere no hacer daño, incluso ni por omisión, lo que exige que todo profesional deba actualizar los conocimientos de su práctica diaria y aplicarlos adecuadamente y d) justicia que obliga a no discriminar en la vida social.
La actividad sanitaria podría y debería ser evaluada tanto en cantidad, como en calidad y sin descuidar la de su precio. Y a partir de sus resultados debería hacerse presión, por medio de la difusión mediática frecuente y reiterativa tanto en radio, como en prensa escrita y, sobre todo, y casi machaconamente en televisión, particularmente en la regional y del entorno próximo con la finalidad de que fuera reconocida, apreciada y mantenida e incluso, si fuera el caso, mejorada.
Debe fomentarse la participación ciudadana y medir los resultados de sus instituciones sanitarias públicas, e incluso los individualizados de sus profesionales que permitiría retribuir por lo que hacen, como ocurre con los trasplantes, que tantas alabanzas cosecha y no hacerlo exclusivamente por la categoría administrativa que ostentan sin ningún tipo de control, ni siquiera el de presencia. Aún con la consecuencia, probable, de un importante aumento del actual gasto sanitario público si se le aplicara la pauta española de los trasplantes de órganos. En la empresa privada el control necesario ejercido aparece en la última línea de la cuenta de resultados ya que no puede gastar más de lo que ingresa; todo lo contario que en la institución sanitaria pública que ingresa lo que gasta. Todo un reto gerencial y una considerable implicación ética.
La Comunidad de Madrid es, de las españolas, la segunda que menos gasto sanitario público soporta, dispone del mayor número de hospitales de alta complejidad de todas ellas y sus ciudadanos gozan de la mayor esperanza de vida de todas las regiones europeas con 84,9 años. En consecuencia, parece más razonable mantener su modelo que obstinarse en cambiarlo. Que la colaboración pública/privada, con todos los controles que procedan, es positiva está avalada por el sentido común, por los números y por los ciudadanos, cuando se les permite elegir. Tanto en su condición de enfermos como de contribuyentes. Y con información objetiva y suficiente en datos, incluso de votantes.
La clave de la necesaria, e incluso imprescindible, evaluación y su reconocimiento está en el sistema y unidad de medida empleados pues hoy, por ejemplo, la Agencia Nacional Española de Evaluación y Acreditación (Aneca) que selecciona al profesorado universitario no acreditaría ni a Sócrates ni a Jesucristo ya que nada publicaron y ese es un requisito ineludible para ser acreditado. Probablemente tampoco obtendría la acreditación Fleming porque sus publicaciones y factor de impacto fueron escasos y el artículo que contenía su descubrimiento de la penicilina publicado en 1929 en la revista British Journal of Experimental Pathology pasó desapercibido. Eso no invalida la existencia de la Aneca y sí debería ser un acicate para la revisión y mejora continua de su funcionamiento.
Intentar mejorar los sistemas y unidades de medida debe ser una constante porque es sabido que las personas actúan conforme a como vayan a ser evaluadas y necesitamos que nuestros sanitarios sean los mejores y, en su caso, reconocérselo, pues es muy injusto tratar por igual a quienes son diferentes. Por eso se necesita medir. Y es también necesario difundir los resultados porque, en la sociedad en general y en la comunidad científica en particular, no existe lo que no se conoce y no se conoce lo que no se difunde. Medir y difundir obliga a decidir. Evidenciaría, aún más, la conveniencia de la colaboración pública/privada.