Hace unos días se ha desarrollado en Madrid una reunión sobre gestión clínica en la que intervinieron clínicos y gestores afiliados a Sedisa. Ha tenido considerable repercusión mediática y se está a la espera de una regulación normativa al respecto. Con normativa o sin ella siempre se ha desarrollado gestión clínica en los hospitales.
En noviembre de 1960 ingresé como alumno interno por oposición en la Clínica Médica A del Hospital Clínico de Valladolid. La gestión del hospital correspondía al capellán del hospital, ayudado por un administrativo. Las funciones de Enfermería las desarrollaban las hermanas de San Vicente de Paul. Los gastos mínimos que originaba aquel hospital, con aquella organización en la que no había ni un solo empleado remunerado, corrían a cargo de la Diputación de Valladolid cuya labor de control la desarrollaba un diputado visitador.
Allí acabé la carrera en 1964 y leí mi tesis doctoral en 1966. No supe si había un director y, en caso afirmativo, nunca conocí su nombre. Sí recuerdo que unas clínicas tenían más prestigio que otras al frente de las cuales estaba el catedrático de la asignatura. Los de más prestigio realizaban mejor gestión clínica que los de menos. En 1966, como director gerente, dirigí los hospitales de la Diputación de Jaén, y allí también, con una precaria organización, unos servicios estaban mejor gestionados que otros.
A partir de 1968 formé parte de la gerencia del Hospital General de Asturias, un centro con una moderna organización donde todos los médicos ejercían con dedicación exclusiva y donde, por primera vez en España, se estableció el sistema MIR, y donde también existían unos servicios mejor gestionados que otros. Desde 1971 he ejercido en la Dirección del Clínic de Barcelona y, como docente, en su Facultad de Medicina, ahora ya como profesor emérito. Y también ocurre que unos servicios está mejor gestionados que otros. Incluso troceado todo el hospital en institutos clínicos, unos funcionan mejor que otros. La conclusión obvia es que la norma es importante, pero no cambia la realidad.
La persona es lo fundamental y, ante todo, su actitud y sus ganas de aceptar responsabilidades, lo cual consiste en asumir las consecuencias de sus decisiones. Y también el sistema de evaluación.
De la reunión de Madrid antes aludida los titulares de la prensa más repetidos han sido similares a éste: ‘Expertos aseguran que las unidades de gestión clínica tienen que tener la suficiente autonomía para asumir responsabilidad’. En otro se leía: ‘Políticos, gestores y sindicatos, principales obstáculos para la gestión clínica’. Y a éste le acompañaba al final un comentario de un tal Jesús que, textualmente, señala: “02-10-2015 a las 08:26: cada vez que veo a los de Sedisa en algún foro u ocupando algún puesto de responsabilidad en la sanidad pública me echo a temblar; me gustaría que se apartaran de la sanidad pública y los políticos se dieran cuenta de que lo que quieren es controlarlo todo para su beneficio personal o corporativo. Doctor Molina: usted es una gran persona; no se deje comer el coco”.
A esto se le llama prejuicio. Descalificar a la persona, no la idea. A una idea se la combate con otra idea mejor. Resulta difícil negociar y consensuar con personas como Jesús.
En realidad, la gestión clínica consiste en que los clínicos gestionen, y siempre lo han hecho y aún lo hacen, aún sin darse cuenta. El sentido común puesto en orden recomienda para gestionar bien utilizar dos premisas y seis disciplinas. Las premisas son: a) plan contable que consiste en cuantificar lo que se hace en comparación con lo que se espera, de acuerdo con lo posible, y b) capacidad de mando que consiste en dar órdenes y ser obedecido para lo que la autoridad (real, la que conferirá el ser jefe y la reconocida, que es la que otorgan los colaboradores por hacerlo bien) dividida por la responsabilidad, sea igual a la unidad. Si el cociente entre autoridad y responsabilidad es superior a la unidad, actuará como un déspota, y, si es inferior, lo hará como un esclavo.
Las cinco disciplinas, también basadas en el sentido común, son: a) conocimientos de los hechos; b) determinación de objetivos; d) dotación de medios; e) establecimientos de un organigrama; d) selección e incentivación de las personas y d) evaluación. Esta última es la más importante, pues hasta Jesucristo preguntó: “¿Quién creéis que soy yo?” a lo que San Pedro, el más decidido, contestó: “Tú eres el hijo de Dios vivo”. A Jesucristo le agradó la respuesta porque le contestó: “Tú serás Papa”.
Tan importante es la evaluación que las personas actúan conforme a cómo vayan a ser juzgadas. No se necesitan muchas normas para que los bachilleres que quieren estudiar Medicina sean muy buenos estudiantes: basta la selectividad. Tampoco para que los estudiantes de Medicina lo sean: basta el examen MIR. Por eso saben que sólo hay dos días que no pueden estudiar: ayer y mañana.
Existen, no obstante, cinco razones que dificultan la evaluación sanitaria: 1º) la utópica definición de salud que, como la belleza, no tiene límite; 2º) el rechazo a responsabilizarse del propio estilo de vida, que es el más importante determinante de la salud; 3º) el imparable avance de la especialización médica causante fundamental del exponencial aumento del gasto sanitario y de su efectividad; 4º) la ignorada evidencia de que a un mayor gasto no corresponde una mejor salud, y 5º) la identificación de que existen en el mundo al menos 57 sistemas sanitarios diferentes que, además, no guardan relación directa con la esperanza de vida de la población.
La dificultad debe ser acicate y no freno y siempre es posible consensuar unos objetivos, medir los resultados y proceder en consecuencia. Los propios profesionales de cada unidad clínica saben cuáles son. Hay que preguntarles, ser constantes, empezar, continuar y difundir los resultados. Es verdad que es un problema complejo y no existen soluciones sencillas. Como escribe Mencken, todo problema complejo tiene una solución clara, sencilla y equivocada.
No se puede pensar que cambia la realidad a base de leyes. Se consigue cumpliendo las existentes y cambiando las actitudes para lo que hay que modificar los incentivos, personalizándolos. Es hora de desmentir a Marañón, para quien el español era: a) incapaz del esfuerzo continuado; b) individualista contrario al trabajo en equipo, y c) adverso a la autoridad. Cada día, al llegar al hospital, hay que recordar a Kennedy y preguntarse qué puedo hacer hoy por el hospital y no qué puede hacer el hospital por mí. Quizás bastaría con pensar: “Haré por el hospital lo que él hace por mí”. De momento sería suficiente. Saber que a final de mes tienes un ingreso bancario no es poco.