"Ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor ni la penumbra de la noche impedirá a estos mensajeros la realización de sus entregas". Este es el lema que aparece en la fachada de la Oficina de Correos James A. Farley, sede central de la compañía en Nueva York, construida en 1912. Esta inscripción no solo está plasmada en el inmueble, sino que es toda una declaración de intenciones que también ha dado lugar a películas y que, sin duda, habla más de una vocación que de un trabajo.
Al leer esa frase no puedo evitar acordarme de las largas jornadas de los Servicios de Urgencias, de esos avisos domiciliarios bajo la lluvia, de esos desplazamientos en ambulancia por carreteras heladas con una pátina de hielo encima, de esas largas noches de guardia en las que, a las 4 de la mañana, las piernas ya te sostienen por inercia, de la llamada para recoger un accidentado bajo el sofocante calor del mes de agosto, de ese ‘correr’ cuando ves que entran cuatro ambulancias que trasportan a cuatro heridos de un accidente múltiple, del sonido de las sirenas dentro de una ambulancia medicalizada a las 6 de la mañana por una carretera oscura…
Este enunciado también habla de los cirujanos que, a las cinco de la mañana, tienen que operar a un paciente con una vesícula que se ha perforado, que tienen que correr al quirófano con un herido de arma blanca o de arma de fuego... Un lema que habla del médico que perdió la vida en un accidente de tráfico cuando se dirigía a su centro de salud por una carretera nevada, del ginecólogo que tiene que practicar una cesárea urgente a cualquier hora, del médico que pone en riesgo su propia salud para llegar a un paciente en una zona de difícil acceso, del compañero que se enfrenta a un paciente agresivo que intenta agredirle porque no le dan la medicación que espera, del radiólogo que tiene que leer un tac de un traumatismo craneoencefálico un domingo a las tres de la mañana, del internista que corre por la planta porque un paciente anciano con neumonía se ha descompensando de su diabetes, del residente que aparca su vida personal para formarse y convertirse en el especialista que sus pacientes merecen, del profesional que recibe a la vez una parada cardiorrespiratoria, un infartado y tres accidentados graves…
Podría seguir contando las mil y una situaciones complejas en las que no solo tienes que salvar la vida a un paciente, sino que puedes llegar a perder la tuya propia por condiciones climatológicas adversas, la agresividad del paciente, conducir bajo los efectos del sueño al salir de una guardia, el estrés y la preocupación, el cansancio físico… Es cierto que el colectivo de profesionales sanitarios no tenemos un lema oficial tan bonito como el de los carteros de Estados Unidos, pero no nos hace falta tenerlo por escrito. Nada nos impide estar ahí para nuestros pacientes, pase lo que pase, por encima de cualquier otra conveniencia, tal y como indica nuestro Código Deontológico.
Habrá quien diga que para eso nos pagan. Es cierto. Cobramos por eso, porque es nuestro trabajo, por lo que somos y por lo que hacemos, y hasta en ese aspecto retributivo no se nos reconoce como merecemos, se nos regatea, se nos recorta, y hasta se nos llega a criticar por cobrar.
Mas, en una profesión como la nuestra, en la que el estrés es nuestro compañero de cama, en la que se vive con una gran presión y te lleva al límite de agotamiento, estamos traspasando todas las líneas rojas: faltas de plantilla, de inversión, recortes que se mantienen año tras año…
Quizá en España la célebre frase del Cantar del Mío Cid "qué buen vasallo si tuviera buen señor" sea una triste realidad que se repite siglo tras siglo y que, al igual que hizo Rodrigo Díaz de Vivar, solo nos quede rebelarnos contra quien nos trata tan mal.