No recuerdo a ningún médico que haya presumido de ser rico. Sí los hay, y muchos, que se jactan de ser los mejores clínicos, investigadores, docentes, intérpretes del sentir del paciente o expertos en nuevas tecnologías. Pero de la pasta nunca habló nadie en público, salvo los sindicatos profesionales, que llevan años quejándose de sueldos míseros y proletarización rampante. Pues en esto hemos encontrado al médico más rico, una eminencia en Psiquiatría llamada Julio Bobes, que no ha tenido reparo en reconocer su estatus. Qué más quisiera él que fuera verdad.
El comentario de Bobes, muy intencionado, ha ido dirigido, más que a constatar su riqueza, que no tiene pinta de ser nada del otro mundo, a subrayar su propósito de transparencia en la siempre obligada y delicadísima relación con la industria farmacéutica. Y en esta escala de valores, es mejor constatar el enriquecimiento de un médico que ha recibido mucho dinero de los laboratorios, sabiendo cuánto y para qué, que sospechar sobre sus oscuras retribuciones camino de inciertos fondos en las islas Caimán.
Soy el más rico porque soy del único del que se sabe lo que cobra, ha venido a decir Bobes, con la sinceridad propia de los enfermos a los que viene dedicando su esfuerzo profesional. Y ha pedido a sus colegas que cunda el ejemplo, que así no habrá nada que esconder ni que objetar. Aún a riesgo de que el propio Bobes asuma que, ni de lejos, es el médico más rico, una vez que comencemos a saber lo que ingresan los demás.
En realidad, no es solo una cuestión de transparencia, que también. Es que a los médicos, y en general a todo hijo de vecino, les cuesta decir lo que ganan. Porque, en cuanto se sabe, genera rechazo o disconformidad. Si es mucho, porque es mucho, y claro, cómo es posible permitir ese sueldo. Si es poco, porque es una miseria, y cómo es posible no subir ese sueldo. Pero los directores de Recursos Humanos saben que el efecto motivador de una subida de salario es tan efímero como una cachipolla. Lo normal es estar mal pagado, siempre y en toda circunstancia. Por si las moscas.
Con este alegato en favor de la transparencia, que es una de las modas de nuestro tiempo, aunque muchos prefieren verla primero en los demás, Bobes anticipa lo que vendrá con la publicación de los datos sobre transferencia de valor entre la industria farmacéutica y la comunidad médica, según establece el nuevo código ético de la patronal, tan necesario como puñetero. Ahora no importa conocer el caso de un médico rico, alguno tenía que haber, aunque no sea del todo cierto. Pero ¿y si resulta que hay miles y miles de médicos ricos como Bobes, que no paran de recibir fondos de la industria? Eso seguro que será otro cantar.
Porque entonces, la respuesta de una sociedad moderna, avanzada e inteligente consistiría en aplaudir y fomentar esos pagos, en el convencimiento de que el médico y la industria forman una sociedad indisoluble cuyo trabajo coordinado, y lógicamente remunerado, tiene consecuencias directas en la salud de la población, en la curación de enfermedades y en la formación de los profesionales. Pero me temo que estos argumentos no serán los que más escuchemos por estos lares, en los que el sueldo del presidente del Gobierno, que no llega a 80.000 euros, es una buena prueba de los privilegios de los políticos. Vaya por Dios.
Si se deciden a dar su nombre y apellidos, nos encontraremos a más de un médico como Bobes, que ganará más, mucho más que Rajoy, y que encima tendrá que explicar por qué. Todavía no ha llegado el momento de que posiciones vitales como las de Bobes sea posible juzgarlas por el valor de sus logros y el alcance de sus méritos, y no por el tamaño de su cartera, como le decía el sindicalista y proletarizado Carl Fox al arribista y yuppie de su hijo. Y es por eso que los médicos prefieren seguir siendo considerados los más pobres, para que no haya injerencia alguna sobre la opinión que verdaderamente les importa: la de su capacidad y profesionalidad.