Empecé Medicina hace casi una década. Por aquel entonces, ya se intuía la marea femenina que terminaría acaparando las aulas y los hospitales. Hacia el año 2008, y en una facultad pequeña, como lo fue la mía, el porcentaje de mujeres con respecto a hombres rozaba el 70 por ciento vs 30 por ciento, algo llamativo si tenemos en cuenta el topicazo de médico machote y macizorro que la ficción sigue emperrándose en vendernos. Las tornas iban cambiando poco a poco, y lo harían aún más con el paso del tiempo.
Sucede, no obstante, que el sexismo sigue imperando, y las ideas más arcaicas continúan a la orden del día. Lo veo a diario, más cuanto mayor es mi implicación en el mundillo. Voy a empezar mi tercer año de residencia, y no hay semana en la que no me tope con un “oye, ¿pero cuándo viene el doctor?”. El caso más extremo tuvo lugar hace unos meses. Yo había terminado de pasar planta, en una mañana particularmente cargada de trabajo, y me hallaba tan campante escribiendo mis cursos clínicos. Una compañera enfermera se asomó a la puerta de la sala y me reclamó que la familiar de uno de mis pacientes estaba visiblemente enfadada porque “aún no había pasado el médico”. Revisé todos mis papeles preocupada. Y, ¡sorpresa! había visitado a ese paciente hacía dos horas. Me dispuse a entrar en la habitación para recordarle a la esposa que, en efecto, el enfermo sí había sido visitado esa mañana, y que todo estaba controlado y en orden.
—Has pasado tú.—Respondió la buena mujer.—Pero el médico no.
—Señora, “el médico” soy yo.—Le aclaré.
Su rostro reflejó tal sorpresa que me vi incapaz de irritarme con ella. Se trataba de una mujer mayor, de esas que siguen concibiendo la imagen del médico como la de un hombre alto, de edad avanzada, canoso y con cincuenta años de experiencia. Cierto es que existen ancianos más familiarizados con la situación actual, en la que es estadísticamente más probable que tu médico sea una mujer joven que un hombre de sesenta años, pero puedo excusar a quienes piensan lo contrario, siempre y cuando hayan nacido antes de 1940. El problema viene cuando son los propios jóvenes —y con jóvenes no hablo únicamente de adolescentes— que siguen desconfiando de la imagen de una chica como responsable de su salud.
Os podría enumerar mil situaciones, y estoy convencida de que no soy la única que se ha visto en tales contextos: pasar consulta con el estudiante al lado y que el paciente sólo mire al estudiante. Que los pacientes hablen de tu compañero (hombre) como “el doctor” y tú seas “la chica”. Que te pregunten con recelo si no eres “demasiado joven” para ser médico. Y luego viene la guinda, la joya de la corona de este tipo de experiencias: la de llamarte “enfermera”.
El tema de “la enfermera” es complejo y conviene desgranarse concienzudamente. Refleja un machismo y un clasismo implícitos que prima visibilizar, no sólo por respeto a las mujeres médicos, sino a todo el personal de Enfermería. Cuando una persona ve a una mujer y su cerebro automáticamente la asocia con la enfermera, está dando por hecho que, al ser una chica y, por tanto, inferior al hombre, no puede estar a la altura del todopoderoso médico y, por consiguiente, le corresponde un puesto de segundo rango. Porque sí, Enfermería sigue siendo —muy injustamente— vista como la carrera de los segundones, la de los que “no tuvieron nota para estudiar Medicina”, la de los que “sólo están ahí para servir a los médicos”. Os hago spoiler: Enfermería es una carrera terriblemente complicada. Quienes la estudian son profesionales inteligentes, vocacionales y comprometidos con ayudar a los enfermos. Alguien que, en pleno siglo XXI, siga pensando que el enfermero es un esclavo al servicio del doctor está terriblemente equivocado. Como médico, os digo de ya que buena parte de mi trabajo se lo debo a los enfermeros. Ellos, que están ahí, incansables. Ellos, que gozan de una inmensa cantidad de conocimientos científicos que los convierten en uno de los mayores y más fundamentales pilares de nuestra Sanidad. Medicina y Enfermería se complementan y necesitan mutuamente. Ninguna es superior, de la misma forma que yo, por ser mujer, no tengo por qué ser inferior a mis compañeros hombres. Eso por no hablar de que la presencia masculina en Enfermería va en aumento, y no por ello son menos “machos”. Es perentorio dejar de colocar a las carreras sanitarias en un ranking vertical, pues todas las ramas interactuamos al mismo nivel, y cada una tiene una importancia insustituible.
Volviendo al tema de la mujer en sanidad, por ende, hago un llamamiento, no tanto a mis compañeros hombres, sino a todos aquellos ajenos al gremio que siguen escandalizándose de que la cirujana que le va a hacer un trasplante cardíaco es “esa muchacha”: los tiempos cambian. La vida cambia. Sólo así logramos avanzar y progresar como personas. Que yo tenga tetas y me baje la regla cada mes no me exime de ser una profesional igual de válida que alguien con dotación cromosómica XY. Que una uróloga carezca de pene no significa que no vaya a curar tu cáncer de próstata. Que una cardióloga no cuente con el mismo riesgo cardiovascular que tú no es sinónimo de que no vaya a salvarte la vida. Que una neuróloga no tenga Parkison no le priva de contar con un cerebro privilegiado para decidir el mejor tratamiento para ti. Y que una médica de Atención Primaria tenga un marido y dos hijos en casa no le va a impedir ser la primera en atenderte cuando llegas a Urgencias a las dos de la madrugada.
Tenemos familia. Tenemos amigos. Tenemos preocupaciones. Tenemos sentimientos. Tenemos virtudes y defectos. Tenemos limitaciones, y también cualidades ilimitadas. Tenemos vocación por ayudar y un inmenso amor por la salud y por la humanidad. Con independencia de nuestro género. Con independencia del género del paciente. Porque, si en algo se basa la salud, es en ayudar de forma totalmente indiscriminada. Ya es hora de que las mujeres empecemos a recibir el mismo trato por parte de la sociedad.