Hace algún tiempo, quizá no tanto pero hablamos de los últimos años del siglo pasado y primeros del presente, la investigación biomédica en España, salvo honorables excepciones, estaba fragmentada. Por una parte, los llamados “básicos” no por simples, he de aclarar, experimentaban en sus laboratorios universitarios o del CSIC pero siempre alejados de un paciente. Mientras que por otra, los “clínicos”, más reconocibles por su denominación, desarrollaban ensayos con sus cohortes de pacientes y, por lo general, al amparo de una farmacéutica.
Los caminos de estos dos tipos de científicos rara vez se cruzaban. Y cuando esto ocurría el lenguaje usado por el uno y el otro no ayudaba al entendimiento mutuo, a pesar que hablaban de lo mismo, sólo que lo hacían desde dos puntos de vista diferentes. Este escenario babélico afortunadamente cambió con la introducción en el sistema de salud de los Institutos de Investigación Sanitarias; la idea es simple: hagamos todo tipo de investigación, básica y clínica, dentro de los muros del hospital. Es entonces que, poco a poco, aquellos que hablaban lenguas diferentes empezaron, no sin tropiezos varios, malentendidos y burlas mutuas, a entenderse. Entonces, aparece lo que se conoce como investigación traslacional, ciencia básica pero con la mira puesta en el paciente, aunque también podríamos definirlo como una investigación clínica que usa las herramientas y el método científico engendrados en el laboratorio.
A estas alturas de mi artículo probablemente más de un lector se esté preguntando por la aspirina anunciada en el título. Lo cierto es que cada vez que tropiezo, y creedme que ocurre muchas veces al día, con alguien que desprecia la investigación básica a favor de la clínica o viceversa, siempre pregunto: ¿Sabéis de dónde salió la aspirina? Todo parece indicar, y debo aclarar que no soy experto en Historia, que ya el padre de la medicina, Hipócrates, se refirió al uso del té salicílico como remedio para reducir la fiebre 400 años a.C. Una observación totalmente empírica que probablemente tuvo su origen en la “farmacología” egipcia recogida en unos cuantos papiros. Sin embargo, no fue hasta el siglo XIX cuando se estableció un papel más claro de los derivados del ácido acetilsalicílico, la aspirina, en los procesos inflamatorios.
De hecho, fue el químico Charles Frédéric Gerhardt quien en su laboratorio, básico-básico, combinó cloruro de acetilo con salicilato de sodio para producir el ácido acetilsalicílico por primera vez. La historia que sigue es muy conocida, pero lo interesante es que la aspirina salió de una necesidad clínica que se transfirió a un laboratorio básico, para volver refinada a la cama del paciente. La falta de uno de los dos componentes hubiese echado por tierra el hito biomédico. Esto nos debe hacer reflexionar cuando intentamos establecer prioridades o importancias relativas en la investigación biomédica.
Pero, si la aspirina es un ejemplo claro, otros han sido menos evidentes en sus prolegómenos pero igual de contundentes al final. No dejo de pensar en aquella locura de Paul Dirac, un físico muy básico, prediciendo la existencia de la antimateria. ¿Cuán alejado está este tema de la realidad de un Hospital? Cuidado con la respuesta, los TAC y los PET se basan en las aquellas ecuaciones tan básicas que hoy nos permiten ver a los pacientes por dentro. Y la lista es infinita.