Aunque desde una perspectiva clínica la
obesidad tiene múltiples causas, el cambio en las condiciones de vida de la especie humana--desde un pasado en el que probablemente procurarse la comida cotidiana requería bastante
actividad física hasta un presente en el que para muchos la disponibilidad de productos calóricos es holgada y físicamente asequible-- ha convertido lo que fuera una
ventaja evolutiva en la selección natural -- la capacidad de aprovechar mejor la
energía de los alimentos, atribuible a una resistencia genética a la insulina-- en un inconveniente puesto que la
eficiencia metabólica resulta superflua.
Lo que ha conllevado que la
obesidad sea uno de los principales problemas de salud a los que se enfrenta hoy la parte de la humanidad que tiene acceso a una alimentación regular, aunque, en muchas ocasiones, no sea adecuada tanto desde la perspectiva cuantitativa en número de calorías ingeridas como cualitativa en la
composición equilibrada de los nutrientes esenciales.
Un problema importante que origina una notoria demanda asistencial tanto directa como indirecta porque la
obesidad es un factor de riesgo de muchas
enfermedades crónicas. Un problema que la
alfabetización sanitaria y las intervenciones de promoción colectiva de la
salud comunitaria sólo consiguen paliar a costa de muchos esfuerzos, y que hasta hace poco ha sido muy poco sensible a las
intervenciones farmacológicas.
Por todo ello, la constatación de la
reducción de peso atribuible a los fármacos agonistas del receptor del péptido similar al glucagón 1 (GLP-1RA) y de los agonistas duales del polipéptido insulinotrópico dependiente de la glucosa (GIP/GLP-1), se postula como una de las mejores estrategias para tratar la obesidad y prevenir sus complicaciones sobre la salud.
"Tampoco tenemos aún evidencias sólidas acerca de posible efectos secundarios inducidos tras su administración durante periodos de tiempo de varios años"
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Una estrategia que, sin duda, fomentan los laboratorios productores de tales fármacos. Lo que no solo es comprensible desde la perspectiva de los beneficios comerciales, sino desde el convencimiento de que sean una
aportación relevante para la salud de la población que no pasa hambre. Una contribución que se ha llegado a comparar con la que debemos a los anovulatorios.
Así, no es de extrañar la atención que les viene prestando tanto la
literatura científica como los medios de información general y profesional y las redes sociales. En la primera abundan los estudios sobre la notoria eficacia sobre el peso corporal de su administración y algunos otros sobre eventuales beneficios complementarios de su uso.
¿Qué pasa si se interrumpe el tratamiento farmacológico contra la obesidad?
Los beneficios de estos medicamentos no se pueden negar cuando se toman según lo previsto, es decir, de manera indefinida. Pero los interrogantes se disparan cuando pretendemos saber lo que acontece a largo plazo con la
pérdida de peso obtenida al transcurrir un tiempo desde la interrupción de su toma.
Algunas investigaciones muestran que a los dos años hasta tres cuartas partes de los pacientes han dejado de tomarlos. Muchos creen que pueden "vencer al sistema", usarlos brevemente, cambiar su
estilo de vida y dejar de tomarlos sin recuperar el peso. Pero, lamentablemente, no pueden. Los
ensayos clínicos de semaglutida y tirzepatida muestran que el paciente promedio recupera dos tercios de su peso perdido durante el primer año de interrupción.
Tampoco tenemos aún
evidencias sólidas acerca de posible
efectos secundarios inducidos tras su administración durante periodos de tiempo de varios años.
Estos medicamentos son agonistas sintéticos exógenos del receptor del péptido similar al glucagón-1. Cuando se utilizan, saturan esos receptores (particularmente en el
cerebro y el
estómago) e imitan los efectos del GLP-1 endógeno en niveles altísimos y sostenidos. Pero cuando se deja de tomar el medicamento, ese efecto desaparece en un plazo de dos a cuatro semanas.
Tampoco podemos olvidar que la obesidad es un factor de riesgo estrechamente relacionado con
factores poblacionales socioeconómicos y culturales que han sido analizados extensamente desde la
perspectiva epidemiológica y que parece evidente que es en los grupos sociales más desfavorecidos, y por tanto con menor accesibilidad a los
recursos de los sistemas sanitarios (incluidos los terapéuticos) donde la obesidad es más frecuente e intensa.
Los costes de estos tratamientos usados de forma masiva y frecuentemente inadecuada pueden ser problemáticos para el
Sistema Nacional de Salud y, tal como parece estar sucediendo ya, ser objeto de atención por parte de falsificadores y traficantes del
mercado negro de medicamentos.
Estos y otros problemas no pueden ser ignorados ante la pretensión de generalizar la
disponibilidad de estos fármacos en los sistemas nacionales de salud.
Sin olvidar la necesidad de
mejorar la adecuación de los procedimientos diagnósticos de la obesidad que, como es sabido, siguen empleando el índice de
masa corporal IMC a pesar de su inespecificidad, puesto que no distingue entre
masa muscular y grasa o, lo que también es relevante, la denominada
paradoja de la obesidad, según la cual un moderado exceso de peso se asocia a una mejora de la supervivencia de los pacientes con algunas enfermedades crónicas.