En el weekend briefing del
New England Journal of Medicine del pasado 12 de abril hemos leído un artículo firmado por
Buntin, Meara y Colla en el que reflexionan sobre las causas que pueden estar detrás del descenso en el ritmo de crecimiento del
gasto sanitario total en Estados Unidos en el último decenio.
Entre otros datos resaltan que mientras que entre 1987 y 2005 el gasto por paciente de
Medicare creció a una tasa del 6,6 por ciento anual, entre 2013 y 2019 lo hizo a una del 2,2 por ciento. Lo que pone en duda la idea comúnmente aceptada de que esta tasa de crecimiento se incrementa de forma progresiva y poco sostenible.
Entre las posibles explicaciones de este, en cierta medida sorprendente, cambio de tendencia de la evolución del gasto sanitario en EEUU, las autoras inciden especialmente en el papel que puede haber tenido el esfuerzo de los pagadores públicos y privados por realzar el valor sobre el volumen de las actividades en la
financiación de la atención de salud y destacan que ello ha podido comportar una mayor dependencia de la fuerza de trabajo no médica, mayor respaldo a la aprobación de leyes más flexibles sobre el alcance de las
competencias en la práctica clínica de los distintos grupos profesionales y un cierto cambio en la manera de pensar de los
ejecutivos sanitarios acerca de la pertinencia de las inversiones de capital en salud así como sobre las decisiones de los
fabricantes de fármacos y de
dispositivos digitales.
Unas consecuencias derivadas tal vez de la conciencia de la inviabilidad a medio y largo plazo de un crecimiento persistente, lo que quizás pondría en riesgo los beneficios y hasta la propia existencia de las empresas y las entidades que los obtienen gracias al incremento persistente de las
actividades sanitarias y del gasto que ocasionan, lo que desde la
ideología liberal se interpreta a menudo como una inversión productora de riqueza.
Estos hallazgos, observados con las necesarias precauciones derivadas de las diferencias existentes entre el sistema sanitario de los EEUU y el nuestro, no dejan de tener interés ya que parecen indicar que la
priorización de estrategias políticas y de gestión de centros y servicios que condicionen a la innovación y a la aportación de valor añadido la asignación de dinero para la financiación y compra de recursos pueden influir de forma positiva sobre la
sostenibilidad financiera del sistema.
"La ineficiencia de los sistemas sanitarios complejos es uno de los factores que incrementa el riesgo de su inviabilidad económica y organizativa"
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No podemos afirmar con seguridad que la aplicación de una estrategia de este tipo en nuestro
contexto político y de sistema sanitario ofrecería unos resultados equiparables a los observados en los EEUU pero el simple sentido común nos lleva a corroborar nuestras ideas de que la priorización del valor añadido y la innovación pertinente a la hora de asignar recursos en
todos los ámbitos del sistema sanitario son criterios cruciales para tomar decisiones en un contexto de racionalidad y eficiencia.
La
ineficiencia de los sistemas sanitarios complejos es uno de los factores que incrementa el riesgo de su inviabilidad económica y organizativa. Neutralizar este factor de deterioro debería ser una prioridad principal de nuestros líderes y expertos en
política sanitaria. No se trata, por tanto, de ir añadiendo de forma más o menos indiscriminada nuevas prestaciones y recursos al sistema si no de proponerlas, en su caso, tras un análisis profundo acerca del valor que aportan a los resultados finales de las actuaciones sanitarias.
De acuerdo con la reflexión de las autoras del artículo del NEJM, trabajar en esta perspectiva nos puede permitir
desacelerar el ritmo de crecimiento del gasto sanitario y mejorar así la perspectiva de sostenibilidad de nuestro sistema sanitario, un objetivo que, dado el contexto de
incertidumbre política y económica en el que estamos, nos parece de la mayor relevancia.