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La prevalencia del sobrepeso y la obesidad ha aumentado de manera alarmante en las últimas tres décadas –se habría más que duplicado desde 1990–. Afecta a más del 40 % de la población adulta, es decir, a aproximadamente 2500 millones de personas en todo el mundo, convirtiéndose en una de las grandes epidemias del siglo XXI.

Además, la obesidad tiene importantes implicaciones sociales y económicas, como consecuencia del impacto que tiene sobre la calidad de vida, la productividad y la incidencia de comorbilidades como la diabetes tipo 2, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de cáncer y trastornos psicológicos.

Ante esta situación, cada 4 de marzo se celebra el Día Mundial contra la Obesidad, con el objetivo de reivindicar una mayor concienciación social y ofrecer visibilidad a esta enfermedad.

Para reivindicar la importancia de un estilo de vida saludable, que revierta la tendencia epidemiológica creciente de las últimas décadas, el Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos se suma al Día Mundial y publica el Punto Farmacológico 187 titulado La revolución terapéutica en torno a la obesidad. Un informe en el que se revisan los principales aspectos etiopatogénicos, epidemiológicos y clínicos de esta enfermedad y se detallan las opciones de tratamiento, con especial atención a los agonistas del receptor de GLP-1. También se destaca la función asistencial de los farmacéuticos, desde la prevención hasta el seguimiento farmacoterapéutico. 

Una enfermedad multifactorial


La obesidad, entendida como una consecuencia del desequilibrio entre la ingesta y el gasto calórico con el consiguiente exceso de masa grasa corporal, no tiene una única causa, sino que está influenciada por multitud de factores (ambientales, genéticos, iatrogénicos, hormonales, etc.).

En la regulación de la ingesta y del gasto energético intervienen tanto el sistema nervioso central (SNC) como el sistema endocrino, el tejido adiposo y el aparato digestivo. Estos, en conjunto, ponen en juego un amplio abanico de mediadores cuya acción da como resultado el equilibrio entre ingesta y gasto energético.

La composición de la dieta es otro factor que tiene una influencia decisiva en el control de la ingesta y, más recientemente, se ha apuntado a la relación de la microbiota con la obesidad. 

En los últimos años ha cobrado una gran relevancia el interés por las acciones fisiológicas del péptido relacionado con el glucagón de tipo 1 y del polipéptido inhibidor gástrico: GLP-1 y GIP, respectivamente, por sus siglas en inglés.

El GLP-1 actúa sobre el sistema nervioso entérico y la motilidad gástrica para ralentizar el vaciamiento del estómago. Esto contribuye a una sensación de saciedad más prolongada y disminuye la velocidad con que los alimentos llegan al intestino delgado, lo que mejora la absorción de nutrientes. Además, el GLP-1 tiene efectos directos sobre el sistema nervioso central, donde modula la percepción de la saciedad.

En cuanto al GIP, participa en la regulación de la homeostasis lipídica, pero los mecanismos concretos aún están siendo investigados.

El descubrimiento de este efecto llevó a producir fármacos análogos del GLP-1, que actúan como agonistas del receptor de esta incretina y contribuyen al control de la glucemia en pacientes diabéticos.

Tratamiento e innovación farmacológica

La estrategia terapéutica de la obesidad debe enfocarse, en primer lugar, hacia la educación y la modificación de hábitos nutricionales y de actividad física para la consecución de un estilo de vida saludable.

A priori, el tratamiento farmacológico solo debe valorarse en el paciente obeso que no puede lograr la pérdida de peso deseable con los cambios de hábitos y siempre que esté motivado para perder peso. Por tanto, la farmacoterapia solo tiene un carácter adyuvante en la obesidad, siempre acompañando al verdadero tratamiento de base –dieta y ejercicio– y debiendo ser utilizada de manera limitada en el tiempo.

Solo en los casos graves –como en obesidad mórbida–, en los que han fracasado otras intervenciones, se recurre a la cirugía bariátrica.

El tratamiento farmacológico de la obesidad ha evolucionado significativamente a lo largo de las últimas décadas.


Durante las décadas de 1950 y 1960, el abordaje de la obesidad se centró en el uso de medicamentos que actuaban sobre el sistema nervioso central para suprimir el apetito, principalmente, a partir de anfetaminas y sus derivados. Sin embargo, debido al potencial de abuso y la aparición de efectos secundarios cardiovasculares, se retiraron.

A partir de los años 70 y 80, se impulsó el desarrollo de nuevos fármacos, como la fenfluramina, pero los efectos adversos cardiovasculares y pulmonares asociados motivaron también su retirada del mercado.

Posteriormente, aparecieron los inhibidores de la lipasa, entre los que se encuentra orlistat, un fármaco que actúa reduciendo la absorción de grasas en el intestino, lo que contribuye a una disminución de la ingesta calórica sin recurrir a la estimulación directa del SNC.  Aunque el grado de absorción de orlistat es mínimo, puede producir efectos adversos poco importantes de origen digestivo y reducir la absorción de vitaminas liposolubles.

Ya en 2016, se autorizó la asociación de naltrexona y bupropión como coadyuvante de una dieta baja en calorías y un aumento de la actividad física para el control del peso en adultos con un índice de masa corporal (IMC) ≥ 30 kg/m2 o con sobrepeso en presencia de una o más patologías concomitantes relacionadas con el peso (como diabetes tipo 2, dislipidemia o hipertensión controlada).

En la última década, la comprensión de los mecanismos hormonales que regulan el apetito y el metabolismo ha dado lugar a una nueva generación de fármacos: los agonistas del receptor del péptido similar al glucagón tipo 1 (arGLP-1), como la liraglutida y la semaglutida, inicialmente desarrollados para el tratamiento de la diabetes tipo 2.

Estos medicamentos actúan, principalmente, aumentando la sensación de saciedad y disminuyendo la ingesta calórica, si bien la extensión de su uso en poco tiempo está permitiendo descubrir una gran variedad de efectos, tanto con potencial terapéutico como los efectos adversos.

La liraglutida ­(un fármaco hipoglucemiante comercializado desde 2011 para el tratamiento de la diabetes mellitus tipo 2) actúa como un regulador del apetito y de la ingesta de alimentos.

La semaglutida tiene un mecanismo de acción similar al de liraglutida, sin embargo, con el paso de los años, distintos estudios han ido evidenciando un perfil de eficacia superior para semaglutida.

El arsenal terapéutico creció en 2024 con la llegada a España de tirzepatida, el primer agonista dual del receptor de GIP y del receptor de GLP-1, indicado para el tratamiento de la diabetes mellitus tipo 2 y la obesidad y el sobrepeso, aunque, a diferencia de liraglutida y semaglutida, que pueden usarse en adolescentes de 12 años o mayores, únicamente en pacientes adultos.

La utilización de estos fármacos ha experimentado un auge que ha desvelado, y continúa desvelando, efectos adicionales con potenciales aplicaciones terapéuticas. Así, diversos estudios científicos han aportado pruebas sobre algunos beneficios, como reducción del riesgo cardiovascular y de cáncer y de la acumulación de grasa en el hígado, así como efectos protectores sobre el riñón, entre otros.

El papel del farmacéutico


La popularización a través de medios de comunicación y, especialmente, en redes sociales de los agonistas del receptor GLP-1 y la tirzepatida ha contribuido a posicionarlos rápidamente como “soluciones milagrosas” para la pérdida de peso, pudiendo generar expectativas poco realistas en la población. Incluso los mensajes publicitarios y la promoción en redes sociales suelen soslayar el efecto rebote o de ganancia de peso que se produce tras cesar el tratamiento.

A través de los Servicios Profesionales Farmacéuticos Asistenciales, el farmacéutico, como profesional sanitario experto en el medicamento, puede ejercer un papel relevante en el buen uso de estos medicamentos, aportar información veraz sobre los mismos y fomentar los hábitos de vida saludables, insistiendo en la importancia de una buena alimentación y del ejercicio como medidas imprescindibles para la prevención y tratamiento de la obesidad.

Así, la educación sanitaria se puede enfocar hacia la prevención, facilitando consejos nutricionales básicos y otros centrados en luchar contra el sedentarismo y resolviendo dudas para combatir posibles bulos y advertir de los “productos milagro”.

Además, siempre que se observe un problema de sobrepeso o se detecte una situación de riesgo, el farmacéutico puede hacer valoración del estado nutricional del individuo, cuantificar la ingesta de nutrientes durante un periodo de tiempo medio, medir parámetros antropométricos y de composición corporal, y hacer una evaluación bioquímica del estado nutricional, lo que contribuirá a la detección precoz de pacientes cuya condición hace recomendable su derivación para un más estrecho control médico.

La optimización de la terapia farmacológica es otro de los servicios que el farmacéutico puede ofrecer una vez confirmado el diagnóstico de obesidad y establecido el tratamiento por el médico. Esto es aplicable tanto en el entorno hospitalario como en el comunitario.

En la optimización de resultados clínicos es crucial una adecuada dosificación de fármacos según el peso del paciente, especialmente en casos de obesidad mórbida. En ese ajuste posológico el farmacéutico hospitalario, en coordinación con el resto del equipo asistencial, cobra una especial relevancia, por ejemplo, cuando los pacientes son ingresados para someterse a una cirugía bariátrica.

En el caso del farmacéutico comunitario, es fundamental informar al paciente de la importancia de cumplir el esquema de escalado gradual de dosis, monitorizar los efectos adversos, fomentar cambios en el estilo de vida y ayudar a gestionar las expectativas de los tratamientos.
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