Juan José Parra, Javier Ortega, Alfonso Chamorro y Pilar de la Peña.
La mañana del jueves,
11 de marzo de 2004, un coche se dirigía a toda la velocidad que le permitían las circunstancias y con los intermitentes encendidos a modo de aviso hacia el
Hospital 12 de Octubre. En su interior, cuatro jóvenes médicos de primer año del MIR trataban de tomar conciencia de lo que se les avecinaba. Uno de ellos era
Juan José Parra: “Me imaginaba que iba a ser duro, pero no hay forma de prepararse para algo así”, reconoce el facultativo, hoy afianzado cardiólogo de este centro madrileño. Ni él ni los cientos de profesionales sanitarios que participaron en las labores de auxilio a las víctimas de los
atentados de Atocha y otros puntos de la capital podían saber que ese día marcaría para siempre sus vidas.
Los primeros rumores de la tragedia trascendieron durante el cambio de guardia, a primera hora de la mañana. Visto con perspectiva, hay quienes consideran que fue un golpe de suerte, pues ello permitió a los hospitales reprogramar con tiempo las
cirugías no urgentes para dejar espacio para las víctimas. Ese día, en torno a un millar de personas fueron ingresadas en los diferentes centros de la capital, principalmente en el
Gregorio Marañón y el 12 de Octubre.
Las radios y las televisiones iban despejando la incertidumbre de los minutos inminentemente posteriores a las explosiones. “Al principio se creía que había sido una
catenaria que se había caído encima de un tren; pero cuando nos desplazábamos hacia
Atocha ya empezamos a intuir que era un atentado o una situación no habitual”, explica
Alfonso Chamarro, enfermero de Emergencias del
Summa 112. Al llegar, asegura, se encontraron un verdadero “campo de batalla”.
Los sanitarios se encontraron con un "campo de batalla" a su llegada a las zonas atacadas.
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Según Chamarro, una vez hubo la suficiente certeza de que no habría nuevas explosiones, bomberos y policías les pidieron acudir a la zona interior del tren, donde estaban los heridos más graves que no se habían podido auto-evacuar. Fue “la primera vez”, asegura, que se pudo hablar de un
triaje de catástrofes en un medio urbano.
“Empezamos a hacer maniobras que hasta ese momento
no habíamos ensayado ni ejercitado todos los cuerpos de emergencia de la Comunidad de Madrid al unísono; era todo muy nuevo, pero aún así todos pusimos en práctica las nociones que teníamos”, apunta.
Un ‘caos ordenado’ en el hospital
Cuando Juan José Parra y sus compañeros llegaron al
12 de Octubre se encontraron con “un hospital de guerra”. “Eran pacientes y pacientes llegando sin parar; gente gritando, sangrando, con mucho dolor”, detalla el facultativo, que, como
R1 que era (apenas tenía 25 años), trató de ayudar limpiando heridas, llevando sueros y apoyando al personal ‘senior’. No pararon de llegar
heridos durante las tres horas siguientes.
Lo cierto es que, pese a la dimensión de la catástrofe, Parra recuerda la actuación del hospital bastante ‘metódica’. Él lo define como “un orden dentro del caos”. “En unas pocas horas, los pacientes más graves habían pasado a quirófano, los intermedios a Urgencias y los menos perjudicados se fueron”, destaca.
"Es un antes y un después, te reafirma o te echa de este tipo de profesión"
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Los centros de la periferia también se prepararon para lo peor. En el Hospital Universitario Fundación Alcorcón, el cirujano
Javier Ortega se encontraba ese día de guardia. “Hubo que suspender todos los quirófanos programados porque no sabíamos qué nos iba a venir”, expone el facultativo, quien era consciente de lo que suponía asistir a una persona herida por explosivos, pues ya integró el equipo que atendió en el Gómez Ulloa a
Irene Villa, víctima de ETA en 1991.
“Como cirujano, son las dos cosas más impactantes que he vivido”, asume. Son situaciones que
“marcan para siempre”: “Pero los sanitarios tenemos que tirar para adelante y actuar rápidamente, no nos podemos parar a pensar”, subraya.
El regalo que salvó vidas
En la Puerta del Sol, una hilera de personas daba la vuelta a la manzana y se perdía más allá de Ópera, a medio kilómetro de distancia. Todas aguardaban turno para
donar su sangre a los heridos. “Querían ayudar en lo que pudieran y ese fue su regalo”, cuenta
Pilar de la Peña, enfermera responsable del área de promoción del Centro de Transfusión de la Comunidad de Madrid. Tal fue la respuesta de la ciudadanía que hubo que pedir a muchos que regresaran en días posteriores.
“Sabíamos que lo que estábamos extrayendo
iba a estar dando vida”, destaca De la Peña, que apunta que el “caos del tráfico” de esa jornada provocó que las unidades móviles tardaran en llegar a sus destinos. Fue el anticipo de un día caótico. “En el centro recibíamos toda la sangre de Madrid y luego la distribuíamos a los hospitales. Aquí se procesaba y se analizaba todo, estuvimos
prácticamente 14 horas seguidas”, asegura la enfermera.
En todo el país se formaron colas para donar sangre que fue enviada a los hospitales de Madrid.
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Curiosamente, De la Peña recuerda una jornada con
muchos silencios. “Y, de vez en cuando, preguntas”, añade la enfermera, quien incide en que muchos de los presentes tenían “hermanos, padres, hijos” que no sabían si se encontraban entre los heridos. “En la unidad móvil hubo un momento en el que
tuvimos que apagar la radio, no podíamos más”, reconoce.
“Es un antes y un después en la profesión”
Los profesionales consultados por
Redacción Médica reconocen el
impacto psicológico que conlleva enfrentarse a un escenario como el del 11-M. “Es un antes y un después,
te reafirma o te echa de este tipo de profesión”, sostiene Alfonso Chamarro. En su caso, la tragedia se convirtió en un baño de realidad que le llevó a intentar superarse como enfermero de Emergencias.
En palabras de Juan José Parra, sucesos del calibre de los atentados de Madrid “demuestran lo importante que es la profesión y tener una sanidad fuerte y preparada”. “Yo me fui a casa con la
satisfacción de haber ayudado a muchas personas, y eso está por encima de todo”, concluye el cardiólogo.
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