Enfermo de lepra en 1886.
En la
Edad Media, se consideraba que los pacientes de
lepra eran
impuros,
impurificables y que estaban
contaminados en término morales. Su enfermedad era "el
reflejo del alma" y los 'doctores' encargados de hacer su diagnóstico eran los propios
sacerdotes. De hecho, uno de los libros de la
Biblia, el
Levítico, explica al sacerdote
cómo proceder con estos pacientes: "Si tiene sobre la piel de su carne una marca blanca que no aparece más hundida que el resto de la piel, y el pelo no se ha vuelto blanco, el sacerdote
le recluirá durante siete días. El día séptimo le examinará; y si el mal no parece haber cundido... le recluirá por
segunda vez otros siete días".
El Levítico contiene instrucciones para el sacerdote sobre cómo tratar al paciente de lepra
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Este es una de las
enfermedades sagradas que recoge el libro
'Eso no estaba en mi libro de Historia de la Medicina', editado por Guadalmazán, de los autores C.A. Yuste y Jon Arrizabalaga. Según los mismos, se veía a los leprosos
como personas elegidas y rechazadas por Dios, por lo que se las obligaba a vivir aparte "como muertos vivientes".
Y es que, literalmente, estos pacientes fueron condenados a
vivir como "muertos en vida" por el rey franco Pipino y su hijo, el emperador
Carlomagno. Las leyes que firmaron permitían la
nulidad matrimonial inmediata y que la pareja del enfermo pudiera volver a casarse. Durante la Edad Media, los leprosos tenían
prohibido el acceso a iglesias, molinos o mercados, lavarse las manos en ríos de acceso público, andar
descalzos fuera de sus casas e incluso andar por
caminos estrechos para evitar contagios peligrosos.
Epilepsia
El primer encargado de tratar la epilepsia fue el exorcista
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Otra de las patologías que el libro recoge como una de las "enfermedades sagradas" de la Antigüedad es la
epilepsia. El primer encargado de tratar esta enfermedad fue el
exorcista, quien atribuyó el origen de la misma al dios de la luna. Esto fue 2.000 años antes de Cristo, pero la creencia pasó de generación en generación hasta los antiguos griegos, que la llamaban "la enfermedad sagrada".
Ellos la asociaban a las
diosas lunares Selene y Artemis, por lo que creían que era necesario un tratamiento sobrenatural para abordarla. Fue precisamente un médico hipocrático quien plantó cara a estas ideas en una monografía titulada 'Sobre la enfermedad que llaman sagrada'. La importancia de esta obra en la Historia de la Medicina es clave ya que hace un esfuerzo por naturalizar esta enfermedad considerada "sagrada" interpretando sus causas y síntomas en los mismos términos humorales que cualquier otra y
arremete contra quienes la trataban con ensalmos y conjuros.
"Me parece que los primeros en sacralizar esta dolencia fueron gente como son ahora los
magos, purificadores, charlatanes y embaucadores, que se dan aires de ser muy piadosos y de saber más. Estos, en efecto, tomaron lo divino como abrigo y escudo de su incapacidad al no tener remedio de que servirse, y para que no quedara en evidencia que
no sabían nada estimaron sagrada esta afección". Así se expresó al respecto este médico hipocrático hace 24 siglos. No obstante, "la
lucha contra la superchería y los estigmas sociales asociados a determinadas enfermedades no se acaban nunca", lamentan los autores.
La peste gay
A principios de los 80, cundió el pánico en los Estados Unidos por una patología que algunos llamaron 'peste gay'
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Precisamente, el libro repasa un caso de "enfermedad sagrada" contemporánea, la conocida como
peste gay. A mediados de los 80, el Boletín epidemiológico semanal de los Centers for Disease Control de Atlanta anunciaba un
incremento súbito en la incidencia entre gente joven y previamente sana de dos enfermedades muy inusuales y propios de individuos con sistemas inmunitarios defectuosos (bebés y ancianos): la
neumonía por el hongo Pneumocystis carinii y el
sarcoma de Kaposi.
La sorpresa se hizo aún mayor cuando se vio que todos los casos se daban en varones homosexuales. Las características clínicas de la enfermedad (alta contagiosidad, transmisión sexual y sanguínea y elevada tasa de letalidad) hicieron resurgir miedos que habían quedado enterrados en Occidente desde la
pandemia de gripe de 1917-1918.
La
psicosis colectiva fue aumentando, y aunque aumentaba el número de casos entre personas heterosexuales y mujeres la imagen de que el mal era algo propio de los homosexuales confirió un sesgo particular a esta epidemia. "La
actitud ambigua, cuando no abiertamente homófoba, de los expertos contribuyó a la estigmatización de los homosexuales, tiñendo además la práctica totalidad de las denominaciones que esta comenzaría a recibir:
cáncer gay, neumonía gay, peste gay", explican los autores.
A comienzos de 1982 los casos se habían multiplicado y la enfermedad había rebasado las barreras geográficas, la conducta sexual o el género. En el verano del mismo año, científicos y políticos comenzaron a percibir que las referencias homosexuales no ayudaban a describir la epidemiología. Este fenómeno patológico pasaría a ser conocido posteriormente como Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (
SIDA).
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