Rafael Herranz, exjefe de Servicio de Oncología Radioterápica del Hospital General Universitario Gregorio Marañón.
Han pasado
39 años. 14.235 días desde que tuvo lugar uno de los mayores accidentes nucleares de la historia. El sábado
26 de abril de 1986, el núcleo del reactor número cuatro de la central Vladimir Ilich Lenin, ubicada en el norte de Ucrania y a 18 kilómetros de Chernóbil, explotó. Un desastre que se intentó solventar, pero
fue demasiado tarde.
Fueron miles las personas afectadas por la radicación que se extendió por todo el territorio nacional, llegando a alcanzar
hasta los 150.000 kilómetros cuadrados de dispersión. En lugares próximos a lo ocurrido, aunque repartidos por toda Europa, había
138 españoles, que volvieron a nuestro país para ser atendidos en búsqueda de un diagnóstico que certificara si la radiación les había afectado. Y ahí estuvo
Rafael Herranz, exjefe de Servicio de Oncología Radioterápica del
Hospital General Universitario Gregorio Marañón.
Un médico que
comenzó su estancia en el centro en 1970, 16 años antes de lo sucedido. "Pasé por los Servicios de
Medicina Nuclear y, más tarde, por el de Oncología Radioterápica, en el que he sido jefe de Servicio hasta mi jubilación en 2013", apunta a
Redacción Médica.
Rafael Herranz, exjefe de Servicio de Oncología Radioterápica del Hospital General Universitario Gregorio Marañón, cuenta qué significó para él la comunicación tras lo ocurrido en Chernóbil.
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A principios de los años 80, Herranz se embarcó en una travesía por Europa para incrementar su conocimiento sobre las radiaciones y cómo se abordaban en el continente. Al final, este tipo de patologías no se ven, por lo que su detección y llegar a una medicina personalizada que consiga concretar
qué dosis de radioterapia emplear con cada paciente era un reto. "La radioterapia cura destruyendo, y no solo hay que centrar la atención en el área enferma como tal del paciente, sino también en
el área periférica", señala.
La creación del Centro de Radiopatología
Este recorrido le hizo conocer el
Centro Internacional de Radiopatología de Fontenay-aux-Roses, una localidad próxima a París. Mano a mano con la física
Pilar Olivares, que en aquel momento era jefa de Servicio de Protección Radiológica y Dosimetría del Gregorio Marañón, descubrió la
dosimetría biológica, un método adecuado para la determinación de dosis en
casos de sobreexposición a la radiación ionizante.
De esta forma, se tomó como referencia al pionero centro francés y, tras enviar una propuesta al Consejo de Seguridad Nuclear y a la Junta de Energía Nuclear, se creó el
Centro de Radiopatología en el hospital madrileño, el único español acreditado internacionalmente. Un gran baluarte aquel mes de abril de 1986.
"Aquello fue una noche con nieve, se hundió el techo de la central y llegó a haber muertos"
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El 9 de mayo, el Servicio liderado por Herranz
comenzó a recibir pacientes provenientes de Chernóbil, que fueron atendidos hasta finales de junio. "Generalmente, venían o a través del Ministerio de Sanidad o del Consejo de Seguridad Nuclear", explica el facultativo. Eran jóvenes de 19 años. Incluso adultos de más de 50. Todos ellos con un miedo:
la radiofobia.
"En aquel entonces, a mi entender, se tardó algo de tiempo en organizar una respuesta. Aquello fue una noche con nieve, se hundió el techo de la central y llegó a haber muertos. Se planificó un programa de asistencia que se divulgó por toda Europa, ya que donde hubo recursos se utilizaron", argumenta.
Comunicar e informar al paciente, claves en Chérnobil
Y así lo hicieron desde el Gregorio Marañón. Emplearon todos los recursos de los que disponían, de laboratorio o médicos. "Conocimiento había", subraya. De los 138 casos, afortunadamente, "no hubo ninguno que alcanzase
límites de problemas graves por patologías por radiación". Eso sí, tres de las personas que acudieron al hospital eran
mujeres embarazadas, dos de poco tiempo y una de siete meses. Aun así, "no hubo ninguna dosis de radiación que supusiera una sobreexposición".
En aquel momento, para Herranz, lo más importante fue el diálogo con los pacientes. "Nosotros nos dedicábamos a responder las preguntas de los pacientes. La información que les dábamos era muy importante e incluso llegábamos a entablar
una comunicación estrecha", puntualiza. ¿Por qué esa necesidad de relacionarse con el paciente? Por la radiofobia, que en aquel momento inundó a cada una de las personas que estaban estudiando, trabajando o visitando el norte de Ucrania en 1986.
"Fue una palabra que se extendió rápidamente. Se trata del pánico al efecto de las radiaciones. Uno asume que ha estado en un sitio con radiación y no sabe si se va a contaminar o irradiar", explica. Para acabar con esta preocupación colectiva, el equipo del expertos en Oncología Radioterápica dirigido por Herranz creó "una especie de gabinete de consultas abiertas por todas las vías posibles".
Rafael Herranz y Celia Fernández, técnica de Laboratorio en el Centro de Radiopatología del Gregorio Marañón.
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La conexión entre la tiroides y la radiación
Las patologías que más se tuvieron que tratar fueron las tiroideas, y esto tiene una explicación. "Uno de los isótopos radiactivos que más irradió por su cantidad en la explosión y por su daño fue el yodo 131, aparte del cesio 137", indica. El yodo radiactivo, en cuanto el reactor número cuatro saltó por los aires,
subió hacia la atmosfera. Luego, vino la lluvia, por lo que las precipitaciones cayeron sobre el suelo, es decir, sobre la hierba, el alimento de las vacas. Estas producen leche y ésta es un alimento habitual entre las familias. "Por eso
el yodo radiactivo se fija en la tiroides", puntualiza.
El tratamiento ante este tipo de patologías, tal y como explica, consiste en
bloquear la tiroides con yodo no radiactivo, es decir, un yodo ambiental. "El yoduro potásico se fabrica, fundamentalmente, en las
farmacias militares, y se reparte por la población ajustando las dosis de acuerdo con la edad", continúa. Una actuación establecida como
"norma inmediata en cualquier tipo de accidente nuclear".
Herranz llevaba años preparándose, sin saberlo, para un acontecimiento como el de Chernóbil. Ya desde tercero de carrera supo que la lucha médica contra las radiaciones sería el eje de su trayectoria profesional, centrada en la actividad diagnóstica y terapéutica. Eso sí, sin olvidar la comunicación que tanto le caracteriza. "Tienes que escuchar lo que te dicen el enfermo y sus familiares", apunta, a lo que añade una de sus "denuncias más habituales desde hace años": "En ninguna carrera académica en la que se atiende a pacientes
se enseña a hablar con ellos, todo ocurre detrás del ordenador".
El facultativo menciona los múltiples laboratorios especializados en dosimetría biológica en España.
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España como baluarte ante un desastre nuclear
En los años 80, la ciudad que vivió aquel desastre nuclear fue Chernóbil, pero, ¿estaría
España preparada para un accidente así? Según Herranz, sí. Nuestro país contaba ya desde los años 60 con una gran experiencia en radiaciones, ya que se hacían numerosas pruebas y se importaba conocimiento de otros lugares del mundo. "Donde no había experiencia era en
el trato humano", anota.
Además, aquel momento fue un punto de inflexión para la investigación. "La medicina, a veces, avanza en función de los fondos destinados, y las múltiples víctimas de Chernóbil reflejaron la necesidad de
mejorar los diagnósticos y los tratamientos", señala.
Ahora, 39 años después, la medicina personalizada es cada vez más real y, en este caso concreto, la medida del yodo radiactivo es más sencilla. Quizás si un acontecimiento como el ocurrido en Ucrania tuviera lugar en estos momentos, todo sería distinto. E ahí "la importancia de seguir avanzando e investigando".
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