Javier Barbado. Madrid
La Asociación de Economía de la Salud (AES) a menudo es consultada por los estudiosos de la política sanitaria en España porque aglutina a diferentes voces acreditadas del ámbito profesional y académico. A pesar de la diversidad de sus opiniones, la agrupación mantiene un discurso unificado sobre el problema de fondo del Sistema Nacional de Salud: la orientación y el uso de sus recursos económicos. Para el presidente, resulta necesario integrar el presupuesto ahora diversificado para hacerlo más eficiente, y, asimismo, primar y favorecer los buenos resultados en salud y no la cantidad de prestaciones reflejada en los indicadores asistenciales. Desde 2007 a esta parte, la crisis ha evidenciado el déficit económico que ya arrastraba –incluso desde su origen– el Sistema Nacional de Salud.
Juan Oliva preside la Asociación Economía de la Salud. |
¿Cuál es el diagnóstico y tratamiento que sugiere la AES?
Bueno, habría que destacar, primero, que la AES es una asociación muy heterogénea debido a su abordaje multidisciplinar, ya que la integran 750 socios, la mitad médicos o profesionales del campo de las ciencias de la salud y, la otra mitad, economistas que trabajan en universidades, centros de investigación, servicios centrales o centros sanitarios…). Por lo tanto, la asociación no posee una sola visión sino que representa muchas y muy diversas y no siempre coincidentes tanto de personas que trabajan en el sector privado como en el público.
Con todo, desde hace tiempo (incluso desde 2005, esto es, desde antes de la crisis), en muchas jornadas y encuentros científicos, ya alertábamos de que, por muy brillante que sea un sistema de asistencia sanitaria, siempre se encuentra sometido a tensiones y siempre adolece de bolsas de ineficiencia. Por lo tanto, desde hace tiempo existe un discurso estructurado sobre reformas estructurales que se debería haber acometido. Lo que hace la crisis es otorgar mucha más urgencia a acometerlas; entonces, desde nuestro punto de vista, ahora mismo lo que hay es una gran urgencia, ya que el sistema vive una agonía presupuestaria que condiciona parte de las medidas que se está tomando.
Entendemos, pues, que la situación es muy compleja, pero no es menos cierto que estas reformas estructurales en las que se insiste desde hace tiempo no se están acometiendo y, sin embargo, son necesarias para que el Sistema Nacional de Salud sea solvente en el medio y en el largo plazo.
¿Qué medidas son esas?
Le puedo dar un listado muy extenso de ideas, pero creo que hay cuatro ejes vertebradores sobre los cuales podemos discutir: la reducción del despilfarro, aportar de forma decidida por unir financiación y utilización de recursos sanitarios a la obtención de resultados en salud; avanzar en la coordinación entre niveles dentro del sistema sanitario pero también entre sistemas: sistema sanitario y sistema de atención a la dependencia; y el cuarto eje –que es el que debe arropar al resto–, consiste en promover normas de buen gobierno de la sanidad buscando para ello la colaboración de los principales actores del sistema sanitario: gestores, profesionales, y, por supuesto, los ciudadanos.
Explíqueme cómo se hace la segunda reforma: unir financiación y uso de los recursos a los resultados.
Me refiero a hacer uso no solo de eficacia, seguridad y calidad para financiar públicamente medicamentos o nuevas tecnologías, sino también introducir la dimensión de la eficiencia. Esto es, que cualquier nueva tecnología o medicamento que quiera utilizarse en el sistema, deberá demostrar que es eficaz, seguro y de calidad e incluso que es eficiente, es decir, que vale, en términos de salud, más de lo que cuesta (en términos de coste-oportunidad social). Este mismo criterio de eficiencia se podría aplicar para políticas de reinversión, es decir, seguramente hay ciertas actividades sobre cuya efectividad se duda (o respecto a las cuales el balance de beneficio-riesgo solo está claro para determinados grupos de pacientes) y que podrían ver reducida su actividad para que esos recursos se trasladen a otras más necesitadas.
O, por ejemplo, sin ascender al nivel autonómico (que ya es un nivel de decisión muy agregado), en áreas de salud, se pueden dirigir los presupuestos al pago por resultados de salud y no pagar por actividad. O sea, queremos pagar por tener a los pacientes sanos, no porque ingresen más; o queremos pagar por tener más en resultados de salud, pagar más por visitas resolutivas y no por derivación de pacientes. Esto requiere integrar presupuestos, que no haya un presupuesto para el hospital, para medicamentos o para Primaria, sino que haya una integración de estos niveles desde el punto de vista de la planificación y de la financiación, lo cual aumentaría la eficiencia del sistema.
¿Primar los buenos resultados?
Sí: que se oriente la utilización y la financiación a buenos resultados en salud y no a indicadores de actividad asistencial. O sea: no paguemos más por hacer más, sino por tener mejor salud.
¿Y los modelos de colaboración público-privada en la asistencia, como el de Alzira o PPP (Public Private Partnership)? Sus defensores alegan que son más eficientes que la gestión directa. ¿Opina lo mismo?
La posición de la AES aquí es de lamento. Es decir: en las dos últimas décadas, en España hemos experimentado con todo tipo de fórmulas de gestión y cambios de fórmulas organizativas dentro de la gestión sanitaria, tanto en el campo de la gestión directa o pública, como en el campo de la gestión indirecta o privada. En estos veinte años, por lo tanto, deberíamos haber acumulado información relevante sobre las fortalezas y debilidades de cada una de las fórmulas.
En cambio, la realidad es que, en España, no existe una sola evaluación independiente promovida por las mismas autoridades que han puesto en marcha estas fórmulas de gestión o estas políticas. Por lo tanto, debemos mirar a la experiencia de otros países: aquí no hay información porque el sistema resulta totalmente opaco a la hora de querer evaluar estas distintas fórmulas de gestión. Esto significa que, en España, no podemos decir que las fórmulas de gestión privada sean más eficientes y ofrezcan mejores resultados que las públicas, pero tampoco podemos decir lo contrario. Es una situación de absoluto vacío de información.
Usted suele poner de ejemplo el National Health Service británico. ¿Qué se puede aprender de él?
Allí no solo han hecho evaluaciones sobre cuál es el coste de las formas de gestión, sino que, en el seno del National Health Service, un paciente puede decidir qué centro quiere que lo atienda, y, para tomar esa decisión, obviamente, ha de disponer de la información adecuada. Pues bien: en el NHS, el enfermo dispone de varias docenas de indicación clínica de cada uno de los centros a los que puede opta a ser atendido. Y, en España, solo hay una comunidad autónoma que haya publicado datos de calidad asistencial de sus centros hospitalarios y de salud que es Cataluña. En el resto de España desconocemos esta información.
Pero el elemento clave de todo este organigrama es el supervisor, es decir, el que paga. Si quien financia, quien paga por los servicios, se molesta por controlar los servicios de la forma adecuada, entonces es más probable que el centro, sea de gestión pública o privada, tenga un especial cuidado en dar una atención de calidad. En tercer lugar, en la experiencia británica se lleva a cabo una competencia entre centros de gestión pública y privada (el paciente decide a cuál va) de la que se benefician más los primeros, es decir, sus indicadores de eficiencia han aumentado en tanto que los de los privados se han mantenido estables.
Pero, en Reino Unido, ¿quién lleva a cabo los estudios de evaluación?
Lo han hecho equipos de investigación independiente, fundamentalmente universidades y gracias a que disponen de transparencia en los resultados.