“Ars canendi” (el arte del canto), es una expresión acuñada en el siglo XVII por Giacomo Carissimi que resume todo un mundo de teorías, técnicas y sensaciones alrededor del arte de cantar (J.C.Deus).
Desde mi asiento sigo con la mirada al guarda de seguridad. Ha abandonado la puerta y camina despacio hacia el fondo de la sala. A su derecha, en el rincón, queda un grupo de cuatro hombres en pantalón corto y chancletas viendo un partido de fútbol en la tablet que sostiene uno de ellos. A juzgar por el énfasis que pone el comentarista y los vítores del más joven,
debe de estar interesantísimo. Justo a su lado, dos señoras charlan animadamente de la comunión de la Pili, sobrina de una de ellas, la pequeña de Manolo,
la hizo el domingo en la parroquia del barrio y estaba monísima.
Unos pasos más adelante,
el vigilante pasa junto a tres chicos morenos. Ante la mirada atenta de sus compañeros, el más bajo mata zombis con destreza desde su móvil, que emite un sonido estridente por cada baja enemiga. Posiblemente la madre de uno de ellos es la que habla con su cuñada por teléfono cuatro asientos más allá, haciéndole saber a su interlocutora, mi 'amol', que Gustavo tiene como un 'dolol fuelte' de barriga que le empezó no más ayer a la noche.
El guarda sigue avanzando y sortea ahora a una rubia con la que casi tropieza, tan enfrascada está ella en sus paseos y la conversación telefónica con su maromo, Javier, que no parece muy convencido y se resiste al plan de la tarde, echándole mucha cara: "Javi, porque a mí no me digas que no puedes, que si no vas es porque no te sale de los cojones, tío, ni cari ni leches,
que pá salir con el Raúl nunca hay pegas".
Cerca de la máquina del café hay una mujer que levanta la cabeza y lo mira por un instante. Está pálida, tiene un gesto de dolor, y a veces se lleva la mano derecha al costado.
El vigilante se para, saca unas monedas del bolsillo y las mete en la ranura. Se rasca la cara apoyado en una columna y consulta su reloj. Después, se agacha a recoger el vaso de plástico y hace el camino inverso. Lo veo caminar delante de mí, inexpresivo, en dirección a la entrada. En ese momento suena un timbre y se enciende la luz del box número cuatro.
Entra un anciano acompañado de la que podría ser su hija.
Con la puerta entreabierta veo a una doctora joven, sentada con el fonendo al cuello y un montón de bolis en el bolsillo de la bata.
Ponerse esa bata le ha costado siete años de estudio, un MIR y tener mucha suerte: con el examen, con la especialidad, con el hospital y con la plaza (si es que la tiene). Y todo para acabar ganando un sueldo de mierda. Me vuelvo hacia mi acompañante.Sigue inmóvil, sujetándose la frente con una de las manos.
Aguanta como puede la migraña que hace un par de horas nos ha llevado allí.
No es la primera vez, ni el primer hospital. Pero, más viejos o más nuevos, desgraciadamente todos se han convertido en lo mismo. Y no hablo ya de la injustificada y absurda saturación de los servicios de urgencia (según el informe anual del Ministerio -datos del año 2015- se atendieron en dichos servicios 20,7 millones de casos, de los cuales un 12,3 por ciento precisaron de ingreso hospitalario), ni del consiguiente derroche de recursos sanitarios (algo más del 6 por ciento del PIB en el año 2016).
Es, simplemente,
la tristísima constatación de la degradación absoluta del entorno hospitalario, fiel reflejo de la sociedad a la que sirve, en el que profesionales y usuarios se ven abocados a convivir con una chusma maleducada, insolidaria y muchas veces violenta que campa por sus respetos.
Y es a esta gentuza, a la que el prójimo le importa un pito y cuyo único argumento es la agresividad verbal o física, a la que yo atribuyo ese otro arte, antiquísimo, erradicado ya en muchos otros países pero tan en boga en el nuestro: el arte de joder, lo que pillen o a quien tengan al lado; joder en todas las escalas posibles, porque además,
el ars jodendi, les sale gratis.