¿Podría haberse evitado la tragedia de Germanwings que costó la vida a 150 personas? Cuanto más se conoce acerca de las circunstancias que llevaron a Andreas Lübitz a estrellar voluntariamente el avión que copilotaba, más claro está que la respuesta es afirmativa, a la vista de los informes emitidos por el Bureau d’Enquêtes et d’Analyses (BEA), oficina de investigación y análisis para la seguridad de la aviación civil de Francia, agencia encargada de investigar y proponer medidas de seguridad aérea. Los detalles del historial médico así lo indican, fijando muchas oportunidades que pudieron evitar el desastre.
La compañía sabía que el piloto tenía antecedentes por depresión desde antes incluso de que obtuviera la licencia, y esa circunstancia había motivado una nota de reserva en su historial médico. Y sin embargo, el piloto había superado las revisiones médicas oficiales, pese a que en los últimos cinco años había visitado a 41 médicos en busca de ayuda para su estado de salud. Y ahora hemos sabido que solo 15 días antes de encerrarse en la cabina del Airbus que cubría el vuelo Barcelona-Dusseldorf y poner el piloto automático en rumbo de colisión con los Alpes, un médico le había diagnosticado un episodio depresivo psicótico y había recomendado su ingreso hospitalario. Si Lübitz pudo convertirse en un suicida homicida, es por una serie de fallos en cadena. En primer lugar, en la propia compañía. La depresión mayor es una enfermedad que no debería pasar desapercibida en un examen médico riguroso. El que no fuera detectada la gravedad de su estado indica las carencias de los controles médicos.
Y en segundo lugar, el hecho de que ninguno de los médicos que le atendió advirtiera del peligro que suponía, pese a conocer su condición de piloto. Es cierto que no tenían obligación de hacerlo y, además, la normativa alemana protege escrupulosamente el secreto profesional. Pero es evidente que en este caso se planteó un problema de colisión entre el derecho fundamental a la intimidad, protegido por el secreto profesional, y el derecho de terceros a la seguridad e integridad física. Son muy pocos los países que, como Canadá o Israel, han abordado legislativamente esta cuestión. Pero parece razonable que en determinadas profesiones que implican riesgos colectivos, el derecho a la intimidad debería estar limitado. Así lo recomendó la Agencia Europea de Seguridad Aérea cuatro meses después del accidente y ahora también lo recomienda la BEA.
Esta limitación, sin embargo, debe estar cuidadosamente regulada para evitar discriminaciones y comprometer el derecho a la reinserción laboral de las personas aquejadas de dolencias mentales. A nadie se le escapa que las etiquetas, en este caso, pueden ser muy estigmatizadoras. Pero debe ser posible una fórmula que garantice al mismo tiempo las posibilidades de reinserción y la protección de terceros. Las limitaciones al secreto profesional podrían establecerse como requisito para el ejercicio de determinadas profesiones y habilitar un sistema que permita a los médicos que atienden privadamente a estas personas a emitir una alerta a las autoridades.
¿Sería entonces necesario relajar en algunos casos las normas sobre la confidencialidad entre médico y paciente? ¿O quizás hace falta intensificar los controles a los que se someten pilotos, maquinistas de tren, conductores de autobús y otras profesiones en las que la confianza en los desconocidos es fundamental?
Estas son algunas de las cuestiones que inicialmente trataron de responderse en Alemania, y ahora en otros países, Francia acaba de reformar y regular el intercambio de información, sometida a secreto en la Ley nº 2016-41 de 26 de Enero de 2016, y también nosotros en España intentamos dar respuestas a todas estas cuestiones que no son fáciles a la vista de la protección punitiva que tiene en nuestro país el secreto médico.
¿Cuál es y ha sido la protección punitiva del secreto médico en España?, nuestra legislación penal si se deja aparte el Código Penal de 1822, de nula o escasísima aplicación, y la breve vigencia del texto de 1928, tan sólo el de 1848 -y su reforma de 1850- mantuvieron la tutela penal del secreto profesional, por lo que bien puede afirmarse, que en ciento setenta y cuatro años de codificación penal moderna, poco más del 13% de este periodo ha gozado de protección punitiva el secreto médico.
El Código de 1995 recogió en su art. 199.2: “El profesional que, con incumplimiento de sus obligaciones de sigilo o reserva, divulgue los secretos de otra persona será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para dicha profesión por tiempo de dos a seis años”,
Texto mantenido por el artículo único de la L.O. 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la L.O. 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (BOE, 31 marzo), y en vigor desde el 1 julio 2015.
El sujeto activo de la infracción es el profesional y no cabe duda que tal categoría alcanza a los médicos en sus diversas y variadas especialidades y los profesionales de Enfermería.
Por el contrario, los estudiantes en prácticas no podrán ser incardinados en la autoría propia de los sujetos de la infracción, porque el delito que nos ocupa constituye un delito especial y la revelación realizada por el alumno se tendrá que castigar, no por este precepto, sino por el art. 199.1 (“El que revelare secretos ajenos, de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o de sus relaciones laborales...”).
Sin embargo, dentro del propio secreto médico debe contemplarse la realidad sanitaria actual, que no se refiere ya, por lo general, a la simple y bilateral relación médico-enfermo, sino que constata una actuación de pluralidad de personas, médicos, especialistas, personal de enfermería y personal administrativo del Centro asistencial, que tienen acceso a la historia clínica y a los secretos de los enfermos. El secreto médico es un secreto compartido por diversos facultativos, por médicos internos residentes, por personal de enfermería y de la propia dirección del Centro.
La acción típica consiste en divulgar los secretos de otra persona. Pero tal conducta, que adquiriría una amplitud exagerada, se restringe en el mismo precepto al señalar que tal divulgación lo ha de ser “con incumplimiento de su obligación de sigilo o reserva”, del profesional, en definitiva.
El secreto comunicado al médico o descubierto por éste en su actuación profesional ha de serlo en razón de su condición sanitaria.
La divulgación supone la publicación, la extensión de algo que era secreto, conocido por muy pocas personas, que se saca de tal reserva y se propaga. Secreto derivado de “secerno” es lo que cuidadosamente se tiene por reservado y oculto. Pero la extensión o amplificación de lo no reservado, de lo que en definitiva es público, no constituye violación del secreto médico y en general profesional.
La necesidad de recurrir a los servicios del médico, porque el particular no los puede alcanzar por sí mismo, así como el depósito de confianza que se pone en el profesional, determina como lógica consecuencia el deber de sigilo en éste.
Tal secreto se vulnera con la comunicación a tercero sin justificación para ello. Pero no se produce el incumplimiento de tal deber cuando el propio interesado autoriza su divulgación.
Resulta ridícula la tesis que pretende sacralizar el secreto médico con independencia de la voluntad del afectado. No cabe duda de que este deber de sigilo está condicionado a la existencia de un secreto, de algo que se desea reservado y oculto, por lo que cuando cesa tal deber de conservación, cesa la razón de tal deber.
La doctrina del secreto profesional ha pasado por tres fases. En la primera, el secreto se identifica con el deber profesional de discreción o sigilo, no correlativo a un derecho del paciente. La segunda, ya muy reciente, entiende el secreto como un deber del profesional correlativo a un derecho del ciudadano, de tal modo que es éste quien, salvo excepciones, puede dispensar de la obligación del médico de no revelar los datos relativos a su persona.Durante las últimas décadas se ha subido un tercer escalón, en el que los datos relativos al cuerpo, a la salud y a la enfermedad y a la sexualidad, son considerados como datos “sensibles”, que necesitan una “especial protección”. Con este tipo de datos, pues, hay que extremar las precauciones, ya que afectan a lo más íntimo y propio de los seres humanos. Es evidente que nunca puede haber una protección absoluta, pero a los datos sanitarios hay que aplicarles toda la protección de que la sociedad y los individuos sean capaces.
Esta calificación como datos “sensibles” necesitados de especial protección, es no sólo la consecuencia de la mayor sensibilidad de la sociedad actual para todas las cuestiones relacionadas con la intimidad personal, sino también del gran avance tecnológico que ha hecho posible la vulneración de ese derecho a través de medios muy difíciles de detectar y que por ello mismo las más de las veces quedan impunes.
La obligación de secreto médico puede verse también en gran medida limitada, e incluso anulada, cuando el profesional se ve en la tesitura de acudir a los tribunales, ya sea motivado por la denuncia de un delito, ya sea en calidad de testigo. Puede en estos casos un conflicto entre su deber moral y su obligación jurídica, entre su posición como médico y su proceder como ciudadano, puesto que en virtud del artículo 259 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “El que presencia la perpetración de cualquier delito público estará obligado a ponerlo inmediatamente en conocimiento del Juez de Instrucción, Municipal o funcionario fiscal más próximo al sitio en que se hallare”; y lo que es más, si este compromiso existe para todo ciudadano se refuerza para el profesional de la medicina, al manifestar el artículo 262 de la citada Ley, la especial obligación de denuncia que surge para los que por razón de su cargo, profesión u oficio tuvieren noticia de algún delito público y la sanción que se les impondrá en caso de no comunicar dichos actos, citando de un modo particular la situación del profesor de Medicina, Cirugía o Farmacia que no denunciase un delito conocido con ocasión del ejercicio de su actividad profesional. En función de estas previsiones se deduce que, lejos de mantener su fidelidad al paciente, el médico tiene un deber de denunciar la comisión de delitos públicos, lo que lleva a asimilar la posición de éste a la de la policía judicial, por más que no figure en el artículo 283 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Este hecho se ve todavía más agravado por el trato,en mi opinión discriminatorio, del que es objeto el médico en comparación a otros profesionales, al manifestar el artículo 263 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que: “La obligación impuesta en el párrafo primero del artículo anterior no comprenderá a los abogados ni a los procuradores respecto de las instrucciones o explicaciones que recibieren de sus clientes. Tampoco comprenderá a los eclesiásticos y ministros de cultos disidentes respecto de las noticias que se les hubieren revelado en el ejercicio de las funciones de su ministerio”.
Este precepto resulta más llamativo si se aprecia la similitud entre la posición del ministro de culto y el médico, que en numerosas ocasiones actúa como auténtico confesor del paciente que le revela datos de su vida íntima y le pide consejo amparado en la confianza de que todo ello permanecerá en el más absoluto secreto.
Otra circunstancia en la que el médico puede verse obligado a comparecer ante los tribunales es en calidad de testigo, con otro abanico de situaciones singulares.
El delito sólo puede cometerse de forma dolosa o intencional, esto es, cuando se tiene conciencia de la divulgación del secreto. No está penalmente castigada la comisión imprudente.
La penalidad asignada al delito es cumulativa de tres clases de sanciones:Una privativa de libertad (prisión de uno a cuatro años), que se impone en su mitad inferior y en duración menor de dos años, podría ser suspendida en su ejecución.
Una sanción pecuniaria, (multa de doce a veinticuatro meses). Cuya cuota diaria se determinaría motivadamente por el Juez o Tribunal, teniendo en cuenta para ello la situación económica del reo, deducida de su patrimonio, ingresos, obligaciones y cargas familiares y demás circunstancias personales del mismo y señalándose asimismo en la sentencia el tiempo y forma de pago de las cuotas.
Y finalmente una pena privativa de derechos, la inhabilitación especial para la profesión por tiempo de dos a seis años. Esta pena produce la privación definitiva del empleo o cargo sobre el que recayere y de los honores que le sean anejos. Produce además la incapacidad para su obtención durante el tiempo de la condena.
Esta es de las tres sanciones señaladas en la Ley, la más grave para el profesional sanitario -si se aplica la suspensión de la pena privativa de libertad, que es lo normal, pues en otro caso el cumplimiento de la pena privativa de libertad impediría el ejercicio de la profesión- ya que como mínimo se han de imponer dos años, lo que determina en definitiva la pérdida de los ingresos profesionales durante dicho tiempo.
La penalidad en su conjunto parece excesiva y en notable contraste conforme podemos ver diariamente, con la benevolencia en que en semejante caso se trata al funcionario. Así, “la autoridad o funcionario que revelare secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados”, cuando se tratare de secretos de particular se le imponen penas de prisión de dos a cuatro años, multa de doce a dieciocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años.
Este delito es semipúblico, que requiere para su persecución denuncia de la persona agraviada o de su representante legal, si bien cuando aquella fuere menor, incapaz o desvalida, podrá denunciar el Ministerio Fiscal. Tan sólo se excluye de la necesidad de denuncia cuando la comisión del delito afecte a los intereses generales o a una pluralidad de personas.
Debe estimarse razonable la solución dada por la Ley en este punto, pues si hubiera convertido esta infracción en un delito público, hubiera prescindido de los intereses y tutela de la víctima y hubiera agravado más la divulgación del secreto con la causa penal.
Todos los problemas señalados se podrían haber obviado o minimizado, en gran medida, si el legislador estatal hubiese hecho caso de la previsión contenida en el último párrafo del artículo 24.2 de la Constitución, que manifiesta que “La ley regulará los casos en que por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”; sin duda, una ley sobre el secreto profesional habría dirimido los conflictos de intereses que en estos casos se producen en la persona del médico entre su condición como tal y sus obligaciones como ciudadano.
Una normativa más flexible y las nuevas tecnologías, son soluciones apuntadas por el Colegio de Médicos de Barcelona (COMB), autores de un reciente informe en el que se ha contado con la participación de Jaume Padrós, presidente del COMB, y Josep Terés, presidente de la Comisión de Deontología del COMB y coordinador de un equipo de expertos redactores del documento.
El informe aboga por establecer un marco normativo que facilite canales de comunicación estables entre la Medicina asistencial (tanto pública como privada) y la Medicina de empresa, siendo un primer paso promover una modificación de la normativa actual para facilitar al médico asistencial la comunicación automática a la empresa de la situación de baja y/o alta del trabajador a través de la Seguridad Social, indicación que no implicaría revelar el diagnóstico y, por tanto, este procedimiento no implicaría la vulneración del deber de secreto por parte del médico, mientras que aportaría ventajas desde el punto de vista organizativo y de garantía de la seguridad.
Otra solución que comparto con el Colegio de Médicos de Barcelona, sería la de la utilización del documento de Consentimiento Informado, tras la información adecuada que corresponda, en el caso de pacientes con trastornos mentales, valorando la incorporación al documento de una explicación sobre cuáles son los límites de la confidencialidad, para que el paciente esté informado de ellos desde el inicio de la relación. Esta medida preventiva del conflicto, ante la posible necesidad de romper el secreto, tendría el objetivo de preservar la confianza necesaria en la relación médico-paciente para garantizar la eficacia del tratamiento y de no favorecer la estigmatización de estos enfermos.
Nadie tiene respuestas seguras cuando los valores implicados son de una parte, la protección de la vida de una o varias personas, y de otra, el derecho que el paciente tiene al respeto de su intimidad y confidencialidad de sus datos, y el deber correlativo del profesional a respetarlos, que es lo que fundamenta la relación de confianza entre el médico y el paciente, fundamental para la consecución de los objetivos de la relación clínica.
Pero también es indiscutible que la protección de la intimidad y la obligación del secreto puedan y en mi opinión deben ceder ante situaciones en las que hay un interés prevalente. Nuestro ordenamiento, ya demanda que la injerencia en la intimidad tenga una finalidad constitucionalmente legítima (como la protección de la salud y de la vida), que exista previsión legal para la medida limitativa propuesta y que esta observe el principio de proporcionalidad, idoneidad y necesidad.