Las circunstancias que han rodeado la muerte de Sara Gómez, una mujer de 39 años que a comienzos de diciembre se le practicó una lipoescultura en una clínica de Cartagena, ha vuelto a poner de actualidad el eterno debate sobre competencias profesionales en Medicina, donde ni la de médico especialista es una profesión, ni el título de médico especialista constituye un obstáculo para su libre ejercicio, pues son cuestiones distintas el ejercicio de la profesión y la obtención del título.

Desde el punto de vista ético, el criterio decisivo para el ejercicio profesional responsable es la posesión de la competencia debida para realizar la correspondiente intervención médica. El procedimiento habitual y ordinario para la adquisición y mantenimiento de la debida competencia es el seguimiento de los oportunos programas de formación inicial y continuada de cada especialidad.

Carece de base deontológica la idea de que existe un derecho de propiedad exclusiva o territorial de los especialistas sobre determinados sistemas orgánicos o sobre determinadas prácticas preventivas, diagnósticas o rehabilitadoras.  El título de especialista confiere los derechos que señala la ley, pero no concede de por sí, y de modo indefinido, automático y perpetuo, la necesaria competencia. El médico especialista está éticamente obligado a mantenerse al día, a no exceder su capacidad, a no incurrir en errores por falta de preparación o por exceso de confianza. Su título no le confiere inmunidad ante la negligencia o la falta de buen juicio. Ni tampoco confiere un derecho de explotación exclusiva de determinadas intervenciones médicas o el monopolio para intervenir sobre determinados territorios orgánicos.

A tenor del Artículo 37.3 del Código de Ética y Deontología Médicas, al médico que no posee el título de una especialidad se le prohíbe anunciarse como si fuera tal especialista, y tampoco puede difundir publicidad que pudiera de algún modo crear confusión en el público acerca de su cualificación profesional.

El médico que, sin poseer el título de especialista, proyecta realizar una intervención que puede considerarse típica de tal especialidad, está obligado a considerar si posee realmente la competencia para hacerla y si está dispuesto a asumir la plena responsabilidad por las consecuencias de su actuación. Está obligado a comunicar tal extremo a su paciente, pues tal circunstancia forma parte de la información que le es a éste debida. Está obligado ante su colegio, y eventualmente ante los tribunales de justicia, a dar una justificación razonable de su decisión, y a demostrar con pruebas convincentes que posee la competencia debida para ejecutarla: no más, pero tampoco menos, de la que se exige a un médico competente y de conciencia.

Realmente el Código Deontológico de la Organización Médica Colegial no impone unos límites claros: el artículo 24 establece que: los actos médicos especializados deben quedar reservados a los facultativos que posean el título correspondiente, sin perjuicio de que cualquier titulado en Medicina pueda, ocasionalmente, realizarlos. A ningún médico, si posee la destreza y los conocimientos necesarios adecuados al nivel de uso que precise, se le puede impedir que los aplique en beneficio de sus pacientes.

Como es conocido, el desarrollo de las especialidades sanitarias se ha producido alrededor de una norma tan nuclear como fue el Real Decreto 127/1984, de 11 de enero, por el que se regulaba la formación médica especializada y la obtención del título de Médico Especialista, que, sin duda, ha sido un elemento clave en el desarrollo de nuestro sistema sanitario. En torno a dicho Real Decreto fueron aprobándose disposiciones de diferente rango que, de una forma dispersa, han desarrollado el sistema a medida que lo ha demandado su progresivo grado de madurez y las necesidades de la sociedad española. Así ha ocurrido, a título de ejemplo, con los distintos Reales Decretos que han creado nuevos títulos de especialista por el sistema de residencia, como el de Radiofísica Hospitalaria, el de Psicología Clínica o los relativos a las especialidades sanitarias para químicos, biólogos y bioquímicos, disposiciones todas ellas que han sentado las bases para un crecimiento abierto del sistema, que, sin embargo, al pivotar fundamentalmente en torno a las previsiones del citado Real Decreto 127/1984, de 11 de enero, no ha alterado determinados planteamientos de éste cuya modificación debe ser abordada, una vez consolidado el sistema de residencia, precisamente por la Ley 44/2003, de 21 de noviembre de Ordenación de las Profesiones Sanitarias.

Sin embargo la caracterización acabada de las Especialidades Médicas y, consiguientemente la exigencia de un título para su ejercicio, de acuerdo con la normativa vigente, especialmente la Ley 44/2003, de 21 de noviembre citada y el Real Decreto 183/2008, de 8 de febrero, por el que se determinan y clasifican las especialidades en Ciencias de la Salud y se desarrollan determinados aspectos del sistema de formación médica especializada, no deben hacer perder la perspectiva de que el panorama que ofrece nuestro derecho en cuanto la regulación del ejercicio profesional es, al margen de la libertad de ejercicio de la profesión y de la normativa establecida para la obtención de títulos académicos, absolutamente escaso, pues en materia de competencias profesionales, como ha dicho la doctrina, la legislación vigente no cumple prácticamente ninguno de los requisitos que la Constitución ha impuesto para la regulación del ejercicio.

De este modo el ámbito competencial de cada profesión y especialidad habrá de hacerse recurriendo a aquello que la doctrina alemana ha denominado como “imagen profesional”, esto es, la imagen típica y perfectamente determinada que corresponde a cada profesión, entendiendo por imagen el contenido y los límites de la actividad característica de la profesión y las condiciones técnicas, personales y económico–financieras, en su caso, conectadas a ella, y en lo que tampoco esta imagen profesional llegue a delimitar el campo propio y exclusivo del ejercicio profesional al contenido de los planes de estudio.

Nuestras instancias jurisdiccionales más altas, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, han declarado, en una dilatada trayectoria, que existe un incuestionable interés público en que ciertas actividades sólo sean desempeñadas por quienes posean la necesaria capacidad técnica, avalada por una específica titulación, obtenida a través de unos estudios y unas pruebas de suficiencia controladas por el Estado.

La exigencia de titulación académica superior, para el ejercicio de determinadas profesiones, constituye un límite al derecho de libre elección de profesiones del artículo 35 de la Constitución . El artículo 36, a su vez, demanda la existencia de una Ley para disciplinar el ejercicio de las profesiones tituladas, así denominadas para distinguirlas de las enteramente libres y aun de las simplemente reguladas. Quedan plasmados, de esta manera, al más alto nivel normativo, junto a la libertad de elección de la  profesión, los límites del ejercicio profesional. La finalidad no es otra, evidentemente, que la protección, antes mencionada, del interés público. La protección mencionada es la intención principal y el objetivo legal, sin perjuicio de que se satisfagan, al propio tiempo, otros intereses corporativos o profesionales.

El Tribunal Constitucional trató de arrojar algo de luz a esta cuestión, como no podía ser de otra manera confirmando la libertad de elección profesional declarada en el artículo 35 de la Constitución y la competencia estatal para la exigencia de titulación en determinadas profesiones. El valor de su pronunciamiento jurisprudencial aparece al configurar el bien jurídico protegido, a través de la expresión de que el ejercicio de una profesión titulada debe inspirarse en el criterio de interés  público. El interés protegido no es, por tanto, la salud como valor social, sino la fe pública y competencia estatal en la emisión de titulaciones. Lo que se castiga no es, tanto, el daño a la salud de las personas, como el ocasionado a la fe pública que garantiza la posesión del título.

La Orden de 1 de abril de 1.958 dispuso que el título de licenciado en Medicina, independientemente del régimen de especialidades otorgaba por sí mismo el derecho al ejercicio de la medicina general, de la cirugía general y de cualquiera de las ramas de la Medicina, o de todas ellas, más sin poder titularse expresamente especialista en ninguna.

A esta primera regulación de las especialidades médicas, siguió el Real Decreto 2015/78, de 15 de julio, por el que se regulaba la obtención del título de especialidades, pero que sigue sin exigir el título para el ejercicio de la profesión, sino sólo para ocupar puestos de trabajo con la denominación de especialista.

A este Real Decreto le sigue el Real Decreto 127/1984, de 11 de enero, cuyo artículo primero establecía: “El título de médico especialista expedido por el Ministerio de Educación y Ciencia, sin perjuicio de las facultades que asisten a los Licenciados en Medicina y Cirugía, será obligatorio para utilizar, de modo expreso, la denominación de médico especialista, para ejercer la profesión con este carácter, y para ocupar un puesto de trabajo en establecimientos es instituciones públicas y privadas con tal denominación. En el Ministerio de Sanidad y Consumo existirá un registro nacional de médicos especialistas y médicos especialistas en formación”.

El Real Decreto 139/2003, de 7 de febrero, vigente hasta el 22 de febrero de 2008, por el que se actualiza la regulación de la formación médica especializada, mantuvo en vigor lo dispuesto en el Real Decreto 127/1984, de 11 de enero, salvo los párrafos a y b del artículo 14, el párrafo c del artículo 16  y las disposiciones adicionales segunda y tercera de esta última disposición reglamentaria.

Por último, el Real Decreto 183/2008, de 8 de febrero, por el que se determinan y clasifican las especialidades en Ciencias de la Salud y se desarrollan determinados aspectos del sistema de formación sanitaria especializada, dictado en desarrollo de la LOPS dispone que: “La evaluación final positiva del período de residencia dará derecho a la obtención del título oficial de especialista, por lo que, una vez notificada al Registro Nacional de Especialistas en Formación, el Ministerio de Sanidad y Consumo procederá a su traslado al Ministerio de Educación y Ciencia junto con la documentación necesaria para que se dicten las ordenes de concesión de los títulos de especialista”, derogando el Real Decreto 127/1984, de 11 de enero.

Sentado lo anterior, la novedad introducida en nuestro ordenamiento jurídico por el anteriormente mencionado Real Decreto 127/1984, de 11 de enero, fue la exigencia del título para el ejercicio de la profesión en la correspondiente especialidad médica, exigencia que, por tanto, se estableció, por primera vez, en nuestro Derecho, tras la promulgación de la Constitución.

Tras la publicación del Real Decreto no pudieron obtenerse títulos de médicos especialistas más que por el sistema comúnmente conocido como MIR (Médicos Internos Residentes), y así lo ha declarado reiteradamente el Tribunal Supremo. “La regulación jurídica aplicable a los mismos se recoge bajo el epígrafe genérico de en los artículos 15 y siguientes de la Ley (44/2003, de 21 de noviembre de Ordenación de las Profesiones Sanitarias) ”

La Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo ha tenido de forma reiterada que examinar qué se entiende por profesiones tituladas, declarando al efecto  que: “ ……. en el ámbito sanitario que nos ocupa, la reserva de ley se refiere a la profesión de médico (para la que se necesita un título de Licenciado en Medicina y Cirugía y una colegiación en una corporación de Derecho Público como es un Colegio Oficial de Médicos), pero no se refiere a todas y cada una de las múltiples especialidades que a posteriori pueden alcanzar los Licenciados en Medicina y Cirugía, para las que no se exige colegiación “ad hoc” alguna, hasta el punto de no existir Colegios Profesionales propios de las Especialidades. Lo que demuestra que la profesión es una y sólo una (la de Médico), siendo las especialidades variaciones de esa única profesión médica. El puro sentido común parece que lleva a esta misma conclusión, si se observa que, en general, cualquier médico (sea o no especialista) puede atender cualquier enfermedad a cualquier enfermo, incluso sobre aspectos de especialidad ajena, ya que el título de especialista sólo es necesario para ejercer la profesión con éste carácter (artículo 1 del Real Decreto 127/1984, de 11 de enero), es decir, no para ejercer la profesión (en cualquier ámbito), sino para ejercerla como especialista.

Desde un punto de vista profesional, parece lógico el silencio legislativo y deontológico sobre la existencia y fijación de límites entre especialidades médicas, pues éstas se fundan en criterios tan heterogéneos que hacen imposible cualquier delimitación racional y consistente de sus respectivos territorios particulares. Muchas especialidades han surgido, desde un punto de vista orgánico cartesiano de la Medicina, de conceptos anatomo-clínicos, que asignan las enfermedades a alteraciones de los distintos órganos, aparatos y sistemas: es el caso de, por ejemplo, la Neurología, la Cardiología, la Ginecología, la Nefrología y tantas más. Otras veces, las marcas que definen la especialidad son fisiopatológicas, como ocurre con la Oncología médica, la Alergología o la Inmunología. Otras especialidades se identifican por su carácter técnológico-instrumental, como sucede con la Radiología o la Bioquímica Clínica. Otras especialidades vienen determinadas por la edad de los pacientes: es el caso de la Geriatría o la Pediatría. En algunas especialidades perviven criterios de la tradición generalista del pasado: Medicina General o Medicina Familiar y Comunitaria, Cirugía General, Medicina Interna. Por último, hay especialidades que resultan de la combinación de otras especialidades, como ocurre en la Cirugía Infantil.

Aunque el problema se plantea, cierto que con diferente intensidad, tanto en la práctica privada de la profesión como en la Medicina pública, está históricamente influenciado por la tradición, originada muchos años atrás en las instituciones sanitarias públicas, de la estricta compartimentación del trabajo de los médicos asalariados.

Hay grupos de profesionales que, invocando la especialidad de que son titulares, reclaman la exclusiva en la aplicación de determinadas técnicas, de la actuación sobre ciertas áreas del cuerpo, de la ejecución de algunas funciones o, incluso, del uso de títulos o designaciones específicos. En consecuencia, consideran que la conducta de otros médicos que llevan a cabo las intervenciones para las que ellos reclaman esa competencia exclusiva podría constituir un delito de intrusismo interprofesional, que debería ser reprimido.

Por tratarse de un fenómeno relativamente nuevo y muy complejo, no existe una regulación legal que le haga frente. Tampoco se ha desarrollado una deontología médica “Ad Hoc” y las normas legales que regulan el ejercicio de la Medicina guardan silencio acerca de la existencia de fronteras que circunscriban el ejercicio de la profesión médica entre las diversas especialidades. Tal situación pone en tensión la relación que existe entre competencia y titulación. Si el médico se aventurara en un territorio que, en principio, no le es familiar y si su actuación resultara desafortunada o deficiente, podría juzgársele bien por falta de título, bien por falta de competencia. Y, en cualquiera de ambos casos, su actuación deficiente podría ser atribuida a una acción intencionada, a una acción imprudente o negligente, o a una acción de mero riesgo. La carencia de título o la carencia de competencia conducen a situaciones jurídicas distintas. Aunque al final tanto desde el punto de vista legal como ético, el criterio decisivo para el ejercicio profesional responsable será la posesión de la competencia debida para realizar la correspondiente intervención médica. El procedimiento habitual y ordinario para la adquisición y mantenimiento de la debida competencia seguirá siendo el seguimiento de los oportunos programas de formación inicial y continuada de cada especialidad.

Nada en concreto dicen los Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial ni el Código de Ética y Deontología Médica. Hay, sin embargo, algunas normas deontológicas y estatutarias que, indirectamente, arrojan alguna luz sobre el problema. Una es la del deber de los colegas de convivir pacíficamente y de respetar recíprocamente el ejercicio responsable de la profesión. Los Estatutos Generales de la OMC incluyen, entre los derechos de los colegiados, el de "no ser limitados en el ejercicio de la profesión, siempre que tal ejercicio discurra por los cauces deontológicos establecidos" (Art. 42 e).

¿Cuáles son esos cauces deontológicos? Decisivamente, la competencia, esto es, el buen conocimiento junto con la adecuada destreza. El médico, dice el Art. 21.2.del Código de Ética y Deontología Médicas, debe abstenerse de actuaciones que sobrepasen su capacidad y propondrá, en tal caso, que se recurra a otro compañero competente en la materia.

En principio, todo médico debe poder ejercer los actos para los que ha adquirido la preparación debida y la destreza necesaria, ya lo haya logrado por propia iniciativa, o mediante el seguimiento de programas institucionales, ya como resultado de su primera formación en la especialidad respectiva, ya mediante el seguimiento de programas serios y eficientes de educación continuada.

Si en los programas de formación de dos o más especialidades hay contenidos comunes, no parece justo prohibir o dificultar, a quien ha sido debidamente formado y puede demostrar su competencia, el ejercicio de las correspondientes intervenciones.

En consecuencia, parece que, tanto desde el punto de vista legal como ético, el criterio decisivo para el ejercicio profesional responsable es la posesión de la competencia debida para realizar la correspondiente intervención médica. El procedimiento habitual y ordinario para la adquisición y mantenimiento de la debida competencia es el seguimiento de los oportunos programas de formación inicial y continuada de cada especialidad.

Carece de base deontológica y legal la idea de que existe un derecho de propiedad exclusiva o territorial de los especialistas sobre determinados sistemas orgánicos o sobre determinadas prácticas preventivas, diagnósticas o rehabilitadoras. Para vacunar a un niño, practicar una ecografía diagnóstica, extraer un tapón de cerumen, examinar un fondo de ojo, asistir a un parto normal, o realizar unas pruebas alérgicas no es necesario ser especialista en pediatría, radiología, otorrinolaringología, oftalmología, obstetricia y ginecología, o alergología. Al buen médico general que poseyera alguna de esas destrezas no se le podría impedir que la ejerciera en beneficio de sus pacientes.

La carencia de título o la carencia de competencia conducen a situaciones jurídicas distintas. Quien ejerce con título pero causa, sin intención de producirlo, un daño, es autor de una conducta que puede ser imprudente o negligente. Es autor de un delito culposo por carecer de la competencia debida. El título es exigido por el Estado, en realidad, como garantía remota, una condición previa, de competencia. El Estado supone, a priori, la competencia de quien está en posesión del título legítimo. El que tiene título puede dañar, en el seno de muy diversas conductas: por imprudencia o negligencia, cuando asume riesgos excesivos o carece de la obligada puesta al día de sus conocimientos o destrezas. Puede incurrir en todas esas modalidades delictivas, pero no en el delito de intrusismo. 

Quien ejerce sin poseer el título requerido incurre en una conducta dolosa, intencionada. Comete el delito tipificado de intrusismo. Por esta persona el Estado no responde como garante, pues carece del título legítimo. Responderá, el sujeto mencionado, de su conducta sólo por este hecho, aun cuando fuera competente en el desempeño, ya que si hubiere ocasionado un daño con su acción, responderá por la falta de titulación y por el daño ocasionado.