La medicina personalizada sería la consumación del aforismo médico “no hay enfermedades sino enfermos”, que se predica en las facultades de medicina y se ignora en los centros médicos. La implantación real de una medicina personalizada supondría dar con las coordenadas del Santo Grial de una praxis médica de excelencia; pero esta realidad factible se tropieza con la fuerza de la costumbre, asentada en una medicina reparadora y no en una medicina predictiva, orientada a identificar los riesgos para evitar sus consecuencias. Esta cambio de paradigma representa el primer paso fundamental, el cambio de mentalidad y procedimientos, necesario para poder entrar en la senda de una medicina personalizada verdadera (sin ornamentación mercadotécnica).
Nunca hemos estado más cerca de esta posibilidad que ahora, gracias a los enormes avances de la medicina genómica, basada en los conocimientos derivados de la investigación del genoma humano y la epigenómica. Las tres grandes aportaciones de la medicina genómica a la praxis médica se centran en la etiopatogenia, el diagnóstico y el tratamiento, las claves de toda buena medicina. La genómica (estructural y funcional), la transcriptómica, la proteómica y la metabolómica son hoy día la esencia del conocimiento etiopatogénico.
Actualmente, sólo se conoce el 10 por ciento de las causas que provocan patología en humanos. Si desconocemos los mecanismos patogénicos, difícilmente podremos diagnosticar con fiabilidad y mucho menos tratar con eficiencia. El 80 por ciento de las enfermedades comunes del adulto se asocian a múltiples defectos genómicos que hacen a una persona más o menos vulnerable. Cuantos más defectos en nuestro genoma, mayor posibilidad de padecer una enfermedad, curso evolutivo más acelerado y respuesta terapéutica más pobre; cuantos menos defectos se acumulen en nuestro genoma, menos riesgo, aparición más tardía, curso más lento y respuesta terapéutica más favorable.
El diagnóstico predictivo, mediante la caracterización de biomarcadores de alta fiabilidad, es la base sobre la que puede asentar cualquier planteamiento preventivo. Sin capacidad predictiva no hay prevención posible. Para un diagnóstico cierto en patologías comunes no disponemos de biomarcadores fiables en el 90 por ciento de los casos.
Y desde un punto de vista terapéutico, la inmensa mayoría de los fármacos que prescribimos sólo es eficaz en un 20-30 por ciento de los casos. Por lo tanto, la implantación de la farmacogenómica para personalizar el tratamiento es un camino ineludible. Los genes responsables de la eficacia o toxicidad de un medicamento se enmarcan en varias categorías: (i) genes patogénicos (asociados a una enfermedad concreta); (ii) genes mecanísticos (asociados al mecanismo de acción del fármaco), (iii) genes metabólicos (codificadores de las enzimas responsables del metabolismo de un fármaco; enzimas de fase I y fase II), (iv) genes transportadores (que codifican las proteínas transportadoras de agentes xenobióticos, con especial relevancia en cáncer y enfermedades del cerebro), y (v) genes pleiotrópicos (que actúan en diversas rutas metabólicas con actividad multifuncional).
Todos estos genes están sujetos al control de la maquinaria epigenómica (metilación del ADN, cambios en cromatina nuclear e histonas, micro-RNAs) que regula su expresión normal o anormal. Prácticamente el 100 por cien de las enfermedades complejas (corazón, cáncer, cabeza) presentan anomalías epigenéticas, en especial el cáncer. El 80 por ciento de la población caucásica de nuestro país es metabolizadora incompetente para los CYPs 2D6, 2C19, 2C9 y 3A4/5, responsables del metabolismo del 60-70 por ciento de los fármacos de uso común; lo cual indica que cuando recetamos un fármaco por ensayo y error, sin conocer el perfil farmacogenético de nuestros pacientes, la posibilidad de equivocarnos (causando toxicidad o ineficacia) es superior al 60 por ciento en la mayoría de las enfermedades.
Esta realidad, que asusta a algunos y motiva a otros, es la que está destapando la medicina genómica para que la praxis médica pueda dar un salto cualitativo en términos de eficacia y seguridad. Como la novedad siempre da miedo (i.e., Dolly), algunos se esconden tras la falacia de que la implantación de la medicina genómica supondría un coste inasumible. La verdad se ubica en el polo opuesto de esta concepción errónea. El sobrecoste del gasto farmacéutico por ineficacia o toxicidad se estima en un 40 por ciento.
La implantación de procedimientos farmacogenéticos para personalizar el tratamiento farmacológico, en un horizonte de cinco años supondría una reducción del gasto farmacéutico neto próximo al 30 por ciento en pacientes crónicos con tratamientos costosos de larga duración. La utilización de biomarcadores diagnósticos moleculares irán sustituyendo a muchas técnicas inespecíficas de uso actual y valor cuestionable, sin que tenga que producirse un incremento del coste diagnóstico más de un 5 por ciento por década, para en la siguiente década decrecer el coste tecnológico en un 35 por ciento o más (como ocurrió con la telefonía móvil o las telecomunicaciones, en general).
La industria farmacéutica tendrá que acostumbrarse a desarrollar nuevos fármacos personalizados en cuyos ensayos clínicos figure el perfil farmacogenético de cada paciente, con lo que ahorrarán muertes experimentales y dejaremos de condenar “genéricamente” a fármacos que son excelentes en una minoría de pacientes y letales en otros colectivos genómicamente defectuosos. Con ello, la industria fidelizará a sus clientes y los médicos sabrán con un alto nivel de certeza el medicamento que deben prescribir y el medicamento que deben evitar en un paciente concreto. Para ello no tendrán que estar haciendo pruebas repetitivas con costes adicionales, porque el perfil farmacogenético se hace una vez para siempre.
Ante este nueva visión de la medicina genómica ¿tiene cabida y/o futuro la medicina personalizada en el contexto del sistema público de salud? La respuesta es un sí categórico. El problema no está en la medicina genómica/personalizada. El problema es el modelo actual de seguridad social. Este modelo, creado por Bismarck a comienzos del siglo XX, era casi perfecto en una sociedad con una pirámide poblacional como la del primer cuarto de siglo, dónde sólo un 1 por ciento de la población superaba los 65 años; pero es técnicamente (y económicamente) imposible que este modelo resista la transformación poblacional del siglo XXI, con una disminución del tejido laboral y una población envejecida del 25-30 por ciento, más el segmento improductivo de la infancia.
Hay países que ya han afrontado el reto de una sociedad geriátrica, adaptando el modelo a un segmento poblacional superior al 30 por ciento (i.e. Japón). Este cambio estructural requiere una profunda transformación social en términos de servicios y productos sanitarios. Niños y ancianos siguen siendo colectivos marginales de creciente importancia comercial para el sector sanitario, pero todavía no han alcanzado el rango de colectivos de interés por su componente improductivo. Las prioridades que los estados establecen con el segmento geriátrico se centran en los problemas de gasto y consumo; no tanto en criterios de salud. El nuevo modelo tiene que asumir la atención selectiva de un colectivo con crecientes tasas de discapacidad, con promedio de edad improductiva de más de 25 años tras la jubilación.
La gran hipocresía de la política actual es que todos claman por un sistema de salud anacrónicamente ideal y numéricamente quimérico, haciendo gala de ignorancia y cinismo, sin que nadie se haya atrevido a modificar el modelo, adaptándolo a una realidad actual, que nada tiene que ver con la de hace un siglo. Independientemente de esta consideración técnica, que basta para entender que el problema no es ideológico (ni de izquierdas ni de derechas, ni de casta ni de descastados) sino numérico, cualquier modelo de salud moderno tiene que incorporar los nuevos procedimientos de la medicina genómica para personalizar la asistencia médica. Hoy por hoy es el único camino técnicamente viable y económicamente factible. Beneficiarios: Todos.