Hace ya décadas que la tendencia a la globalización en todos los órdenes de la vida es un hecho incontrovertible que a cada cual le puede gustar más o menos pero que está ahí, en todos los órdenes de la vida, influyendo en todo lo que toca y limitando de paso la autonomía de los distintos países en materia regulatoria.
Uno de los campos donde esta influencia se hace más evidente es la regulación de la ciencia. Cualquier tendencia restrictiva de la investigación por motivos éticos, ideológicos o de cualquier otra índole está condenada tarde o temprano al fracaso porque siempre habrá otro país donde estas restricciones no se contemplen, atrayendo así a los investigadores más punteros en el campo en cuestión. Puede tener un cierto efecto disuasorio la no financiación de determinadas líneas investigadoras por parte de las principales agencias, como sucedió a principios de siglo con los fondos federales USA en la utilización de células madre embrionarias y la llamada “clonación terapéutica”, entonces la gran promesa de la medicina y que como otras buenas hipótesis quedó reducida casi a la nada, aunque provocó una cierta desviación de investigaciones a países entonces mucho más permisivos como era el caso de España.
La situación se está empezando a repetir, bien que en otras direcciones, con el tema de la creación de quimeras humanas de diversos animales que actúen como incubadoras para la creación de órganos para trasplante. La teoría es impecable: se trata de hacer que determinadas especies animales actúen como incubadoras vivientes donde se generen órganos que puedan ser trasplantados en el hombre. Para ello se inactivan genes esenciales para la formación de esos órganos en el animal elegido y en su lugar se colocan células madre de la especie a trasplantar (humanas como objetivo final), dando lugar a un animal quimérico ya que tiene células de dos especies distintas con unos órganos que eventualmente podrían trasplantarse sin generar rechazo al individuo que aportó las células madre.
Se han dado pasos importantes en pequeños mamíferos genéticamente próximos como ratas y ratones, pero los problemas de todo tipo, tanto técnicos como legales y éticos aumentan cuando se intentan introducir células humanas en mamíferos de mayor tamaño y desarrollo biológico como cerdos o monos. Y aquí vienen las dos noticias publicadas con pocas horas de diferencia, que han dado lugar a este comentario. Por un lado se anunciaba que Juan Carlos Izpisúa, el científico albaceteño asentado en La Jolla, en colaboración con la Universidad Católica de Murcia había generado quimeras humanas en embriones de mono en un laboratorio chino. Se aclaraba que estos embriones se destruirían antes de alcanzar la barrera de los 14 días, que hasta ahora ha constituido la línea roja que evitaba que algunas de las células madre humanas pudieran dar lugar por ejemplo a neuronas, con los consiguientes dilemas que se podrían generar.
Pero, por otra parte, el otro gran investigador mundial en este campo, el japonés Hiromitsu Nakauchi, que trabaja en Stanford y en la Universidad de Tokio anunció haber recibido autorización para crear quimeras humanas, primero en ratas y ratones y posteriormente en cerdos con miras a su posterior trasplante en humanos, centrándose específicamente en los islotes pancreáticos. Estas investigaciones solo serán posibles gracias a una modificación ad hoc de la ley japonesa adoptada precisamente para atraer al país nipón este tipo de trabajos.
La justificación de llevar al extremo oriente ambas investigaciones ha sido la misma: leyes más permisivas que en Europa y USA. En el caso de Izpisúa no se han dado muchos detalles al estar pendiente de publicación, pero en principio unos experimentos similares realizados en 2016 utilizando cerdos como animales quiméricos se llevaron a cabo en España tras pasar todos los filtros establecidos en la ley por lo que desconozco si esta vez se ha explorado esta vía o no. Lo cierto es que cuando se forma parte de la llamada “Comisión de Garantías para la Donación y Utilización de Células y Tejidos Humanos” que es la que dictamina si cada proyecto presentado se puede o no llevar a cabo, se da uno cuenta de que el sesgo ideológico de sus componentes, que lógicamente van cambiando con el tiempo matiza totalmente sus decisiones, algo que se compagina mal con las seguridades a largo plazo que requiere la investigación científica.
Decía Haro Tecglen que “la aplicación de legislaciones antiguas (y se entiende que no solo en el sentido cronológico) a las sociedades modernas, da a los ciudadanos la sensación de estar viviendo en el absurdo o fuera de la realidad y les produce un estado de rebelión metafísica”. Aun dejando aparte el puro interés científico, la posible solución a la escasez de órganos, aparte salvar millones de vidas, movería miles de millones de euros y es poco creíble que los países que hoy ponen alguna traba a estas investigaciones, las vayan a seguir poniendo a la hora de tratar a sus enfermos. Por no ir más lejos, piénsese lo que supondría poder cultivar células productoras de insulina como tratamiento universal de la diabetes, precisamente la línea investigadora principal de Nakauchi.
En cualquier terreno tecnológico, y la biología no es una excepción, se cumple inexorablemente la Ley de Murphy: Todo lo que se puede hacer se acaba haciendo. En un mundo globalizado como el que nos toca vivir, poner puertas al campo puede resultar de utilidad de cara a la galería, pero está condenado a hacer frente a tal cantidad de contradicciones que difícilmente pueden aguantar una argumentación lógica.