Hace unos días,
Felipe González, con su habitual claridad dialéctica calificaba la diversidad normativa que ha invadido el mapa de las comunidades españolas de “puñetera locura" y añadía que a este paso
cuando los hijos nos preguntaran por la hora de vuelta a casa, habría que remitirles al BOE y sus equivalentes regionales. Es una descripción bastante ajustada de lo que está sucediendo en esta
segunda fase de la pandemia. La proliferación de normas autonómicas rara vez semejantes y en ocasiones contrapuestas, y que además se compartimentan por ciudades, áreas sanitarias y a veces hasta por aceras de las calles, implica inevitablemente la confusión de la gente que se supone tiene que cumplir las normas y que cada vez con más frecuencia, simplemente desconecta. Sin ir más lejos, conozco un colegio en el que están confinados perimetralmente por una puerta pero no por la otra, algo deliciosamente surrealista.
"Conozco un colegio en el que están confinados perimetralmente por una puerta pero no por la otra, algo deliciosamente surrealista"
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Lo que subyace en esta situación es
el paso de la gestión centralizada de la pandemia por parte del gobierno central, que recordemos, se justificó con el irreprochable argumento de que el virus no conocía de fronteras,
a la total descentralización. De ello ha hecho gala el ejecutivo, traspasando la responsabilidad a las comunidades, con estado de alarma incluido y con la renuncia en la práctica a ejercer el papel coordinador que le atribuye el ordenamiento vigente, tanto en situación de crisis de salud pública como sin ella. Lo del virus y las fronteras, como tantas otras cosas a lo largo de la pandemia, se ha convertido en un concepto cambiante, cuando no evanescente.
El resultado era previsible. Cada comunidad tiene sus condicionantes y por supuesto sus expertos locales que no necesariamente comulgan con los de la comunidad de al lado. De hecho, yo diría que hay una tendencia habitual a que no ocurra así, sobre todo cuando nadie les coordina, y podría citar bastantes ejemplos. De ahí surgen las disparidades de criterio en cuanto a la intensidad de las medidas a adoptar, los
niveles de actividad del virus necesarios para hacerlo y un buen número de detalles que no vienen al caso. Todos buscan la
solución mágica y ninguno parece haberla encontrado.
Debo decir que
la diversidad de medidas no tiene que ser necesariamente negativa ya que poco tiene que ver la situación de una aglomeración urbana como Madrid o Barcelona, con zonas de una menor densidad de población, o con mayor o menor disponibilidad de camas de UCI. Lógicamente las medidas no pueden ni deben ser uniformes, pero al menos si deberían obedecer a unos criterios únicos, coordinados, previamente fijados y sobre todo que pudieran ser explicadas a todo el mundo de una forma lógica y científica, algo imposible en la situación actual. Difícil pedir determinadas conductas a la población en medio de la confusión en que nos hallamos. Las
discusiones sobre el estado de alarma en Madrid y las posturas contrapuestas de ministerio y comunidad con respecto a las medidas a adoptar, o el hecho de ver durante el fin de semana posterior al
cierre de la hostelería en Cataluña, los bares y restaurantes de Huesca o de Castellón repletos de ciudadanos de dicha comunidad ejemplifican perfectamente de lo que hablamos.
Solo el confinamiento total ha demostrado ser eficaz contra el coronavirus
Hay que señalar que el hecho de que cada país y cada comunidad vaya adoptando medidas distintas entre sí deja claro que ninguna de ellas es claramente mejor que las otras, porque si no, todas harían las mismas cosas. Solo el
confinamiento total ha demostrado que funciona, igual que funcionaba con las
pestes medievales (no hemos evolucionado tanto), pero supone la ruina económica, y solo puede recurrirse a él en situaciones muy extremas. Se debe buscar el equilibrio entre lograr reducir al máximo los contactos al menor coste social posible y para ello como estamos viendo, no hay una receta única, entramos en el terreno de lo opinable y de ahí las diferencias.
"Se debe buscar el equilibrio entre lograr reducir al máximo los contactos al menor coste social posible y para ello como estamos viendo, no hay una receta única"
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Salvando las distancias, la situación me recuerda el eterno debate que mantienen muchos países en el tema de los trasplantes cuando aspiran a
aumentar las donaciones cambiando su ley como si fuera algo mágico y se plantean cual es mejor. La respuesta es obvia: si un tipo de ley fuera claramente superior a las demás y sirviera para aumentar las donaciones, no habría discusión porque todo el mundo la adoptaría, cosa que no ocurre.
En suma, la diversidad de las medidas adoptadas no es necesariamente negativa, pero la
ausencia de una mínima coordinación estatal entre las comunidades es algo imposible de entender para el común de los mortales y contribuye a crear un clima generalizado de confusión que hace muy difícil la adhesión de la población y por tanto dificulta en gran manera la lucha contra el virus.
Mientras no entendamos que
la gestión adecuada de la pandemia es incompatible con la lucha política, que el virus no conoce de fronteras ni ideologías, y que se adopten medidas comunes y consensuadas por los científicos, me temo que seguiremos batiendo récords negativos.