La crítica es consustancial a Pilar Navarro, como lo es seguramente a todos los sindicalistas en su relación con las administraciones o los empleadores de turno. Ser sindicalista dejó de ser hace mucho tiempo lo que un tiempo fue, pero aún permanecen reflejos de una vieja batalla que nunca pudo ser ganada, aunque se libró con convicción.
Es muy probable que haya sido la convicción el principal argumento para que Pilar Navarro siga al frente de la Secretaría del Sector Salud, Servicios Sociosanitarios y Dependencia de la Unión General de Trabajadores (UGT). Convencimiento en su misión crítica y perseverancia en la inmutabilidad de su papel opositor, desde 1999, cuando accedió al cargo en pleno debate sobre las fundaciones públicas sanitarias, aquel híbrido con el que el ministro Romay y su escudero Núñez Feijóo intentaron, sin éxito, modernizar los viejos hospitales del Insalud.
Las críticas de entonces han permanecido y se han reproducido durante más de una década. Otros compañeros sindicalistas de entonces, como Carlos Amaya, de CESM, o María José Alende, de CCOO, han cambiado de aires, quizá aburridos de tanto fastidio, de tanta negociación, de tanta contrariedad al modo y manera de los Supertacañones. Pero Pilar Navarro resiste porque parece austera y puede que hasta mesiánica: debe de creer que su misión es imprescindible para asegurar los principios inviolables del Sistema Nacional de Salud (SNS), y tal.
En el largo recorrido sanitario de esta enfermera que fue subdirectora del Hospital Ramón y Cajal, no hay sino críticas, a modo de unión general, como el sindicato al que pertenece y representa. Críticas de ahora (“Mato debería haber peleado más por blindar el SNS”, “la negociación Ministerio-sindicatos está quebrada” “el recorte de los Presupuestos de 2014 irá a parar a las plantillas”) y críticas de antes (política de recursos humanos, nuevas fórmulas de gestión de los centros sanitarios, cohesión y coordinación del sistema). Críticas de siempre, siempre críticas.
De tan crítica que ha sido, Pilar Navarro y su UGT se han quedado muchas veces en la soledad de las supuestas esencias del sindicalismo. Como, por ejemplo, en su firme oposición a la nueva gestión, no en el debate de ahora sino en el de siempre. De hecho, mientras los expertos se devanan los sesos en busca de evidencias que justifiquen el uso de una u otra fórmula, Navarro y UGT tienen meridianamente claro que ni fundaciones, ni empresas públicas ni consorcios, ni por supuesto concesiones administrativas -a las que define como exacerbación de la tendencia privatizadora- son útiles para mejorar la gestión de las asistencia sanitaria. Así de simple. Basta una crítica bien formulada para acabar con un debate de años.
Mención aparte merecen las críticas de Navarro al ámbito de su profesión: la enfermería. No le gustan las especialidades ni tampoco la prescripción enfermera. En realidad, a Navarro no parece agradarle que, sean o no considerados logros, los últimos cambios normativos de calado para la enfermería hayan sido propiciados en otros ámbitos, ajenos al terreno sindical de clase. A los que, sin citarlos, se refiere como intereses corporativistas sin visión global.
Antes crítica que conciliadora. Antes el frente que el consenso. Así es el carácter de Pilar Navarro, el mismo de los sindicatos de clase, que perseveran en un discurso y en unas maneras que quizá ya no encuentran la simpatía y el eco de antaño en una sociedad cada vez más confundida, y en un sector sanitario inmerso en una auténtica reorganización de fuerzas y agentes representativos, cuyo resultado está por ver.