Estamos muy acostumbrados a percibir la presión política en la planificación sanitaria, en la gestión de los hospitales y de los centros de salud, en la ordenación de los recursos humanos. Pero no teníamos la certeza de Philip Ball, el editor de Nature: “La ciencia sigue sufriendo presiones políticas. No estamos libres de esto”. Otra vez la política, que todo lo alcanza.
Me parecía a mí que la ciencia, que la investigación, que todo ese remanso de quietud, concentración y paciencia que rodea a la generación extraordinaria de conocimiento estaba muy al margen de la política, tan humana, tan cambiante, tan caprichosa, vamos, todo lo contrario que un buen investigador. Y estaba muy equivocado. Los científicos saben en qué contexto político se mueven y eso, según Ball, que debe de saber un poco de lo que habla, es jugar el juego de los políticos. Para obtener fondos. Que, lamentablemente, también forman parte de la ciencia.
Hace unos años podíamos pensar, es un suponer, que muchas líneas de investigación eran inútiles a los ojos de los políticos, pero se permitían, se aprobaban, porque los fondos no eran un problema, o no tanto como ahora. En realidad, el eterno reproche sobre la desconexión entre la investigación básica y la aplicada puede que tenga su origen en la inhibición política sobre qué hacer en esta materia. Pero de aquí al entrometimiento o directamente a la presión para ir por un camino u otro hay una diferencia grande.
El editor de Nature, palabras mayores, no está de acuerdo con la presión política ni comparte el actual sistema científico, apoyado en exceso en parámetros bibilométricos, que obligan a investigar a toda pastilla y a publicar estudios con la misma facilidad y asiduidad que tuits. Y claro, así se resiente el rigor, el resultado, la profundidad del conocimiento. Los políticos, de tan ecuánimes y uniformados en sus siglas, también aprenden a gestionar la investigación como una disciplina más pasada por el BOE. Y no hay real decreto que pueda descifrar el trabajo de lobo estepario en el que se pierde un científico.
Es una idiosincrasia muy particular, parecida a la que demandan para sí muchos profesionales asistenciales y educativos o formativos. Y la política, que es la gestión, cruje porque no acepta excepciones ni privilegios y todo lo quiere encerrar en una ley y a todos nos quiere ordenar por actividad, aportación y aprovechamiento. Y el investigador, el científico, se encoge de hombros porque no sabe si su tiempo vale mucho o poco, si es un esforzado o un genio, si avanza o retrocede, si inventa o se aleja de la evidencia, si contribuye al progreso o se topa con la ética. O con la Iglesia.
La ciencia también es política, dice Philip Ball, también escritor, y es verdad porque la política lo es todo, todos hacemos política, a cada instante, y luego vamos de apolíticos. Es cierto que gracias a los científicos y a los investigadores, y muy especialmente a los biomédicos, nuestra civilización avanza que es una barbaridad, y somos cada vez más sabios, más capaces, más sofisticados, digo en general. Y aquí aparece la política para decirnos, a los científicos primero, qué es lo que hay que investigar y qué no, hasta dónde hay que investigar y cuando hay que no caer en la tentación de abrir otra puerta y descubrir otra cosa, que a lo mejor está prohibida. Más alla del control, la política es un lastre para la ciencia libre e insurrecta y por eso prefiere una ciencia previsible, barata y eficiente. Pero a lo mejor eso no tiene nada que ver con la ciencia.