Septiembre nos recibe con un cambio en la Consejería andaluza que es casi como decir un cambio en el Ministerio. Andalucía es mucha autonomía en sanidad, mucho el alcance de su SAS, mucha la importancia de sus decisiones, siempre controvertidas, mucho su peso político. En realidad, es la oposición de facto a las sempiternas mayorías del PP, ya sean en el Gobierno central o en el Consejo Interterritorial. Siempre nos quedará Andalucía para contrarrestar el rodillo y para animar el debate sanitario. Y nadie como Mª Jesús Montero, la ya exconsejera, para representar ese papel de azote, más que andaluz, casi divino.
Montero se va ahora a administrar los dineros andaluces porque en la sanidad ya llevaba unos cuantos años administrando, sobre todo, dineros. Pero ella, tan gestora y tan directiva en experiencia y formación, se ha sentido más a gusto en su perfil de política, con mensajes directos, entrando en el cuerpo a cuerpo dialéctico con la soltura de los peces en el agua, ágil, un punto deslenguada y hasta irreverente con la habitual mesura sanitaria. Siempre prefirió hablar de derechos antes que de gasto, de investigación e innovación que de listas de esperas, de recursos (los económicos y también los judiciales) antes que de recortes. La sanidad siempre fue para ella una cuestión más de ideales que de decisiones vitales.
Perseveró, permaneció y trascendió en la Consejería. Llegó en 2004 y sólo se ha ido para asumir una responsabilidad aún mayor o, al menos, más aparente: la hacienda andaluza. Ha seguido así los pasos de Carmen Martínez Aguayo, otra médico de armas tomar, que tomó el camino de la gestión en el Insalud y el SAS y terminó, también, manejando los cuartos. Y es que la sanidad otorga, en ocasiones, un barniz más financiero que asistencial. Obligados que se ven los gestores patrios en ser economistas de la salud por encima de todo.
Montero ha tenido más atractivo que Martínez Aguayo, pero su discurso no ha sido mucho más dulce ni condescendiente. De hecho, si a los consejeros andaluces hay que valorarlos por su capacidad de vertebrar a la oposición sanitaria al PP, Montero ha sido más contundente y, a la vez, más felina que sus antecesores, Francisco Vallejo y García de Arboleya, también críticos, también orgullosos, pero menos incisivos.
Deja la sanidad andaluza con avances evidentes en derechos asistenciales (segunda opinión médica, testamento vital, muerte digna, esperas máximas) y en investigación, y con una zanja como el Guadalquivir en medidas muy contestadas, relacionadas casi todas con su nueva responsabilidad, el control del gasto: prescripción por principio activo, subastas de medicamentos e impulso a las alternativas terapéuticas equivalentes. Y entre los profesionales no se oyen más que quejas.
La nueva presidenta andaluza parece haber buscado una persona más dialogante que Montero y a su sucesora, Sánchez Rubio, le reconocen esta virtud hasta en la propia oposición. Quizá Susana Díaz quiera a partir de ahora que la sanidad andaluza se destaque más por ser faro que por ser martillo; que la energía política se gaste en alcanzar acuerdos y consensos con los diferentes agentes y no tanto en erosionar las políticas del Ministerio, y que, en definitiva, el azote se suavice y transforme en caricia que, a veces, quizá haya que envenenar, pero que por lo general sirva más para el entendimiento que para la confrontación.