Dejar de ser consejero puede ser una liberación o puede ser un tormento. Pero si toda responsabilidad implica una misión, la una no se honra si no se cumple la otra. El ya exconsejero José Ignacio Echániz transita de la ilusión a la pena por el final de un cargo, más que perdido, completado.Y su impresión, como la de muchos otros consejeros que estos días recogen cajones y pasan bártulos, es que la misión está cumplida justo en el momento histórico que ha sido más difícil de cumplir. Y, pase lo que pase de ahora en adelante, no hay mejor satisfacción que haber estado a la altura de las circunstancias.
Echániz es hoy ejemplo de consejero saliente, reconocido por los servicios prestados y sin ese intríngulis que no te deja ver dónde acabarás. No se esconde, porque no teme el qué dirán, ni tampoco sobreactúa, en busca de un nuevo destino. El sigue de secretario sectorial en el PP, ligado a la sanidad y con tarea inmediata: contribuir en la preparación de un programa electoral que, esta vez sí, debe ser algo más que un documento de intenciones. Con todo, y aunque ahora se reconoce (y se le ve) relajado, en septiembre estará otra vez subiéndose por las paredes y quién sabe si echando de menos una responsabilidad de gobierno en la que no tiene rival como demostrada y fiable autoridad sanitaria.
Porque Echániz ha sido capaz de ser consejero en dos autonomías distintas, en dos tiempos políticos muy diferentes, a cual más histórico. Primero en una Comunidad de Madrid a punto de recibir las competencias sanitarias y albergar, así como de repente, el servicio de salud más potente del entero país. Aquello no debió de ser nada fácil: circunscribir todo un despliegue asistencial pensado para la vieja España a los contornos de una realidad autonómica casi ficticia, nada histórica y que por entonces aún pugnaba por salir de la alargada sombra de la nación centralista.
Madrid tuvo que ser autonomía porque sí, y tuvo que hacer hueco a grandes y viejos hospitales de la Seguridad Social porque allí estaban y allí seguirían, y no era plan de cerrar algunos o de traspasarlos a otras autonomías ajenas. La digestión fue difícil, y todavía le repite a la Comunidad. Pero Echániz se esmeró por cuadrar el círculo, acercando posturas entre profesionales y centros, propios y recién llegados, creando incluso dos servicios de salud para posibilitar una transición tranquila, y claro está, asegurando la obligada continuidad asistencial. Porque la transferencia no era solo financiación y titularidad: era también, y sobre todo, asumir la responsabilidad para ejecutar un servicio público esencial.
Algunos de los consejeros que negociaron la transferencia, firmaron también el epílogo de su carrera política. No fue el caso de Echániz, que supo volver por donde había venido: el Congreso de los Diputados. Como diputado nacional se mantuvo razonablemente visible como para que, cuando hubo oportunidad de volver a (intentar) hacer historia, este político natural no se lo pensara dos veces. El reto era quizá de menor entidad, Castilla-La Mancha, pero la realidad pronto situó las cosas en una dimensión completamente desconocida.
La mayor crisis económica conocida puso también contra las cuerdas a los sistemas sanitarios y el castellano-manchego no fue ninguna excepción. Echániz llegó en pleno temporal, en el fatídico año de 2011, que a la par que lo vivíamos con la fatal ilusión de la recuperación, cavábamos más hondo el abismo de nuestra fosa. El consejero se arremangó para pagar facturas pendientes y repensar proyectos vanguardistas para retrotraerlos a lo posible. Y recortó, claro que recortó. Y redujo sueldos, reorganizó prestaciones y calibró el destino de hasta el último euro disponible. Todo muy seco, muy poco político, muy obligado.
Era lo que tocaba hacer y había que tener narices para hacerlo, aunque al final se perdieran las elecciones por un puñado de votos, que se perdieron. Fue la madre de todas las legislaturas y nada parece ahora que pueda ser peor que lo que hubo que vivir, y que gestionar. Y de allí sale Echániz y su equipo, igual que otros consejeros con los suyos, con cierta melancolía por los hospitales no inaugurados, pero con la autoridad de quien sabe que ha evitado lo peor, y que incluso aunque el sacrificio haya sido personal (está por ver), también habrá merecido la pena. Como todas las misiones cumplidas.