Internet nos ha hecho creer una ilusión: que no hay por qué posponer la recompensa, que todo está a nuestro alcance y que tenemos derecho a todo y gratis. De forma automática e irreflexiva pulsamos “Acepto” a cuantas pantallas se nos ofrecen porque el proceso es sencillo y eficaz: quiero algo y lo tengo ya.
Pero la gratuidad en Internet significa que el pago eres tú: tus datos sociodemográficos, familiares, de geolocalización, de hábitos de consumo, de rutinas diarias… De todo lo imaginable, en un cajón desastre en el que también cabe la información de salud.
Google acaba de cruzar una línea hasta ahora roja: el acceso a información sanitaria de pacientes almacenada en varios hospitales británicos. En virtud de un acuerdo con el NHS, gestiona una ingente cantidad de datos sanitarios, salvaguardando –asegura- la privacidad de sus titulares. El fin es desarrollar un sistema que permita establecer patrones para predecir la aparición de determinadas enfermedades.
Las reacciones contrarias no se han hecho esperar, concentradas en dos polos argumentales: por un lado, el temor a una circulación incontrolada de datos privados que acabe afectando a la vida de los ciudadanos y, por otro, el recelo ante lo que grandes corporaciones trasnacionales puedan hacer con tal información.
En otro extremo se sitúan los menos dados a escandalizarse por cambios de este calado –entre los que me incluyo-. Creemos que lo que hoy nos parece insólito seguramente será usual a no más de una generación vista: el uso del big data; la circulación libre (y controlada) de información de salud disponible para el paciente, su médico y cualquier servicio sanitario; la interacción paciente-sistema sanitario por vía telemática, etc.
Desde este lado de la barrera, y aceptando lo razonable de las pegas formuladas por los contrarios, cabe preguntarse si no será que por enésima vez la tecnología nos pone en un brete porque aún no tenemos recursos jurídicos ni administrativos para lidiar con ella. Surge aquí la apelación a la autoridad y a la iniciativa política: regúlese, establézcanse los límites para que la política sea, como decía Aristóteles (o Maquiavelo, o Bismarck, que a todos se atribuye la cita), “el arte de lo posible”.
Pero, ay, aquí pinchamos en hueso. Instar a nuestros políticos a que marquen las pautas no ha logrado, hasta ahora, buenos resultados. Lo demuestran hechos como la prohibición de Uber en España, los palos de ciego contra la piratería digital, la persistencia de un sistema burocratizado aún dependiente del papel…
Aunque el ejemplo máximo de la desconexión entre política y realidad llega nada menos que de Bruselas: el Parlamento Europeo aprobó una ley que cuestiona la neutralidad de Internet. Hoy no entenderíamos una red que priorizara unos servicios sobre otros. Pues bien, esa puerta se ha abierto. ¿Qué significa? Que por ejemplo un usuario de Movistar podría no recibir en igualdad de condiciones la señal de Netflix por tratarse de un servicio competidor de quien le facilita el acceso a Internet.
La web Teknautas lo explicó en su momento con meridiana claridad: “La normativa establece que el tráfico de internet debe ser tratado de forma igualitaria para todos los servicios "generales", es decir, lo que hacemos el común de los mortales (navegar, enviar emails etc.), pero no para los llamados "servicios especializados". Estos no quedan exactamente definidos en la nueva ley, pero entre ellos figuran servicios de televisión IP, servicios de telemedicina o de videoconferencia online en alta definición”.
En resumen, que podemos estar construyendo dos redes paralelas: la de pago, en la que todos los servicios están a plena disposición, y una genérica en la que los usos más avanzados no podrán ejecutarse. Dicho de otra forma: las posibilidades se multiplican, los usuarios cada vez demandamos más y la política ni entiende lo primero ni atiende a lo segundo. Como resultado, el interés general se supedita a intereses particulares y ya lo de menos es la gratuidad o no y hasta la cesión o no de datos personales.