En los últimos dos años nos hemos enfrentado a una pandemia en la que se demostró que, a pesar de la debilidad de la salud pública y de los efectos de los recortes y las privatizaciones en la atención sanitaria, y de estar viviendo todavía bajo las consecuencias del Covid-19 y de las sobrevenidas por la ola de calor, nuestra sanidad pública está reaccionando mejor de lo que esperábamos y de forma más equitativa que otros modelos sanitarios, mixtos o privados.
Pero esto no ha de ser suficiente para dejarnos satisfechos. Nosotros, que nacimos hacia finales de los cincuenta del siglo pasado, y que tenemos, como tantos otros profesionales sanitarios de nuestra generación, una sensibilidad de fuerte compromiso con la sanidad pública, tenemos un sentimiento de preocupación cuando analizamos su situación actual.
Tal parece como si un coronavirus se hubiese empeñado en conducir a la joya de la corona de nuestro estado del bienestar hacia un rumbo a la deriva. Porque no se puede ocultar, y es justo que lo reconozcamos, que nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS), después de más de dos años y medio de enfrentarse a un test de estrés muy exigente, está en un estado de shock.
Así, a diario comprobamos el descontento generado, en particular en la Atención Primaria, la Salud Mental, las listas de espera y, en general, por las condiciones laborales de los sanitarios. Como consecuencia, del deterioro del nivel de la asistencia sanitaria, se está escribiendo mucho, de muy diverso signo y no deja de salir en los medios, no solo desde las posiciones tradicionalmente más interesadas en su deterioro.
Porque a estas alturas, en paralelo a la (pos)pandemia, los signos de la crisis son bastante visibles. En este sentido, entre las cuestiones que destacan y algunas que datan desde hace tiempo, están el déficit de financiación de todo el sistema, la contratación precaria de los profesionales y una tendencia muy marcada hacia el desmantelamiento de la Atención Primaria, junto al fortalecimiento de la privatización que se percibe con más fuerza en algunas comunidades autónomas, con Madrid a la cabeza.
La reacción del gobierno de coalición, aunque ha puesto en marcha iniciativas legislativas como la Ley de Equidad o la Agencia Estatal de Salud Pública, junto al acuerdo para la estabilización del personal interino y también de presupuestos adicionales para Atención Primaria, la Salud Mental y la Salud Pública, se encuentra por debajo de la magnitud del desafío.
Por otra parte, sobre la cíclica falta de profesionales médicos y de enfermería que ha servido como justificación para la apertura continua de nuevas facultades, hay que decir que la mayoría de las que se han abierto en los últimos años son privadas, en paralelo con la ya comentada dinámica de privatización del sistema sanitario. Unas facultades que, además, no cumplen con los mínimos requisitos de laboratorios, bibliotecas y hospitales para realizar una docencia práctica con plenas garantías.
A todo lo anterior se suma otra faceta de mucha importancia: vivimos una parasitación de la sanidad pública por parte del sector privado, y no solo en la gestión de algunos centros hospitalarios punteros e incluso de áreas sanitarias enteras y en la adjudicación de pacientes, sino también en la posterior selección de riesgos (determinadas patologías y no otras) y en la continua revisión de sus contratos al alza.
En definitiva, el deterioro de la sanidad pública al que asistimos últimamente es el resultado también de una dinámica que desde hace años funciona en base a una situación injusta y desigual a todas luces. Porque es obvio que no se trata de un verdadero libre mercado de las empresas privadas en relación con sus competidoras, sino de una competencia desleal y ventajista (y, con frecuencia, chantajista) que el sector privado nunca aceptaría entre competidores, pero que cínicamente denomina colaboración público privada, cuando se trata de aprovecharse del sector sanitario público.
El modelo a seguir de las derechas, cada día que pasa más populistas y antisociales, sería el modelo de sistema sanitario privado de los Estados Unidos, al que un gran número de familias no puede acceder debido a los altísimos precios de los seguros, mientras otras muchas caen en la ruina para hacer frente a los gastos de las enfermedades que padecen, y con un sistema público reducido casi a la mera beneficencia.
Pero para interiorizar el alcance de esta situación, conviene ir más allá de las cuestiones sanitarias, porque todo esto es aplicable a muchos de los temas esenciales que configuran el estado de bienestar. En efecto, lo anterior se puede hacer extensivo a otros terrenos, como el cuestionamiento de las pensiones, los derechos laborales, la salud sexual y reproductiva, la universidad y la educación públicas. Por eso, los intentos de las derechas por blanquear las privatizaciones, escudándose en muchos casos en una supuesta "libertad", no pueden borrar su naturaleza, ni la de sus efectos generadores de grandes desigualdades.
Por último, la propia correlación de acontecimientos recientes nos trae los mensajes en forma de una suerte de código de señales: las privatizaciones, las derechas y los más ricos siempre han ido de la mano. Y las rebajas generalizadas de impuestos no hacen otra cosa que agravar las desigualdades y debilitar aún más nuestro estado de bienestar y los servicios públicos. Una última reflexión bastaría para subrayar la injusticia de que en las universidades privadas, las facultades de medicina y enfermería se sitúen fuera del sistema competitivo general (no les afectan las limitaciones de entrada en diferentes facultades).
Es un hecho: la derecha sostiene que los centros de educación privada y estas universidades están en su derecho para hacerlo e incluso de recibir financiación pública. Al igual que contra la mayoría de las falacias, también frente a esta, es necesario volver a combatir. Porque esas posiciones carecen de toda lógica en una democracia. Por encima está el principio de igualdad, y que las familias privilegiadas no estén sujetas a los mismos deberes y reglas que afectan a la población general e incluso que reciban apoyo público para incrementar una distancia que ya es escandalosa, supone la quiebra inaceptable del mismo.