No es la primera e imagino que tampoco la última vez en que se le achacan todos los males sociales a la politización. La despolitización, en sentido contrario, sería el nuevo bálsamo de fierabrás para curar la universidad, la sanidad y hasta el sistema judicial. Sin embargo, la paradoja es la naturaleza esencialmente política de los servicios públicos, que lo es incluso en mayor medida que la separación y el equilibrio de poderes como algo esencial de la democracia. Es parte de lo que hoy denominamos en nuestra Constitución Estado social y democrático de derecho.
En una entrevista reciente he leído afirmar a un profesional defensor de la sanidad pública que el problema del sistema sanitario en Madrid que dio lugar a la aparición de la marea blanca fue la politización, y en consecuencia, que la solución sería su despolitización, entendida ésta como la gestión por parte de los propios profesionales. Coincido en la necesidad evidente de un mayor papel en la gestión por parte de los profesionales y trabajadores sanitarios, pero sin olvidar el papel de la representación democrática y a los propios ciudadanos, que son los que en definitiva la financian. Discrepo sin embargo de que la politización haya sido la causa última de las privatizaciones y recortes que han dado lugar al deterioro, el malestar y la movilización de sanitarios y ciudadanos en defensa de la sanidad pública madrileña.
Para empezar, si ha habido algo esencialmente político a lo largo de la historia humana, ha sido la forma de enfrentarse a la enfermedad y a la muerte. En el inicio fue el orden de los dioses y el sacrificio para acallar al mal, luego surge el orden de los cuerpos en que se trata de aislarlo con la policía sanitaria. Hay que esperar al nacimiento de la economía industrial para que surja el nuevo orden de las máquinas, donde por primera vez el médico ocupa a la vez el lugar del sacerdote y del policía con la higiene y la clínica para el objetivo de la curación. En este orden basado en el ejercicio médico se han sucedido también distintos sistemas de sanidad, como consecuencia de circunstancias y decisiones políticas, empezando por el ejercicio liberal; luego el sistema de seguros y, más cercano en el tiempo, a partir de la Segunda Guerra Mundial, con el pacto social que da origen al Estado del Bienestar: el modelo de Servicio Nacional de Salud (SNS).
En España hubo que esperar a la consolidación de la democracia y al gobierno socialista en la década de los ochenta para que comenzase el largo tránsito del modelo de seguridad social, vinculado al empleo y sus beneficiarios, hacia un modelo descentralizado de SNS. Desde entonces hemos vivido, es verdad, una confrontación política, primero menor y luego de mayor intensidad en paralelo con la ofensiva neoliberal contra el estado social, tanto dentro como fuera de nuestro sistema sanitario, para orientarlo e incluso cambiarlo en favor de unos u otros intereses económicos, sociales y, por tanto, políticos. Podríamos resumirlo como un pulso permanente entre la salud como derecho universal y la enfermedad como nicho de negocio, entre las necesidades sanitarias y la rentabilidad económica. El negocio de las empresas constructoras, de las consultorías y gabinetes de estudios, de empresas de servicios, de las compañías farmacéuticas, de las compañías tecnológicas, de las empresas y sistemas digitales o de las aseguradoras. Ahí es nada.
Casi una década después de la aprobación de la Ley general de Sanidad, después de intentos fallidos del PSOE con las fundaciones, y a raíz de la llegada al gobierno central de un partido conservador, se aprobaron las primeras medidas que abrían la posibilidad a las comunidades autónomas (CCAA) de adoptar modelos de gestión privados para las nuevas construcciones, los centros, las áreas de gestión clínica, el conjunto de centros de salud y hospitales del territorio de un área sanitaria. Medidas privatizadoras que luego se desplegarían, no sin rechazo político y resistencia, a lo largo y ancho del país, con la excusa de la crisis económica.
Otra politización, eso sí de signo opuesto, de partidos, sindicatos y organizaciones sociales y profesionales en defensa de la sanidad pública, sin la cual es difícil imaginar la pervivencia del modelo sanitario público a pesar de los recortes. Pero el pulso político se ha producido y se reproduce también dentro del propio sistema: entre el modelo hospitalocéntrico y el comunitario; entre la dedicación exclusiva y la compatibilidad con la privada; entre eficiencia y peonadas; entre la inercia de la medicamentalización y la tecnología y la promoción de la salud y la salud pública; entre gestores, profesionales, sindicatos, organizaciones de pacientes y ciudadanos... Un equilibrio y una tensión de fuerzas, como en cualquier organización humana, en todo el sentido de la palabra político.
Hoy nos encontramos en plena crisis de transición entre el orden de las máquinas y el de los códigos, en palabras de Attali, donde el saber informático y genético corre el riesgo de sustituir a la clínica y la relación humana. Son muchos los retos como para permitirnos la nostalgia de una sanidad sin política, de un ejercicio profesional sin contexto, que por otra parte nunca han existido. La aspiración, en mi opinión, sería la de recobrar una política y una gestión sanitarias al servicio de la salud y como derecho ciudadano, que tenga en cuenta, pero que también subordine a este fin los intereses tanto económicos, como de grupo, de dentro y de fuera del sistema.