El National Health Service (NHS) de Inglaterra ha sido, desde su fundación en 1948, un emblema de la sanidad pública universal y gratuita. Nació tras la Segunda Guerra Mundial como respuesta a la necesidad de garantizar el acceso a la salud de toda la población y se convirtió en un emblema de la sociedad británica, además de un referente internacional en equidad y justicia sanitaria. La imagen del NHS como seña de identidad nacional quedó grabada en la memoria colectiva durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012, cuando el país rindió homenaje a su sistema sanitario ante los ojos del mundo, como símbolo de cohesión y orgullo compartido. Sin embargo, el sistema vive hoy momentos de enorme incertidumbre. La reciente decisión del gobierno laborista de Keir Starmer de abolir NHS England y acometer una de las reformas más profundas de su historia ha abierto un intenso debate entre profesionales, gestores, medios de comunicación y la ciudadanía. La pregunta es evidente: ¿se trata de una apuesta audaz por la eficiencia y la sostenibilidad o de un experimento que puede socavar la atención sanitaria en el Reino Unido?
Un cambio estructural sin precedentes
La medida anunciada por el gobierno plantea la disolución de NHS England, el organismo que desde 2013 ha tenido la responsabilidad de planificar y supervisar los servicios de salud en Inglaterra. Sus funciones pasarán a integrarse directamente en el Departamento de Salud y Atención Social (DHSC), bajo el control político de los ministros. En palabras del propio Starmer, el objetivo es “acabar con la burocracia ineficiente y construir un NHS más ágil y centrado en el paciente”. Sin embargo, la propuesta no se limita a un cambio de organigrama: se prevé la eliminación de entre 20.000 y 30.000 puestos de trabajo, que afectarían a personal de NHS England, del DHSC y de las 42 juntas de atención integrada (ICBs). El argumento del gobierno es claro: recortar costes administrativos para redirigir recursos a la asistencia directa, en un contexto de déficit presupuestario que podría superar los 6.600 millones de libras en 2025-2026.
La sociedad británica, dividida ante la reforma
Como era de esperar, la reforma ha desatado una fuerte polémica. Publicaciones como el British Medical Journal (BMJ) advierten del riesgo de desestabilizar un sistema ya tensionado por años de austeridad y por el impacto de la pandemia de COVID-19. The Guardian subraya las incertidumbres que plantea esta decisión, mientras que The Telegraph la celebra como una apuesta valiente para modernizar un sistema que muchos consideran ineficiente y desfasado. Entre los profesionales sanitarios el debate está también abierto. Algunos valoran la intención de simplificar la gestión y acabar con duplicidades administrativas; otros temen que la concentración de poder en el ámbito netamente político erosione la capacidad técnica de gestión y exponga al sistema a decisiones de corto plazo, comprometiendo la independencia que había caracterizado al NHS England.
No es la primera vez que el NHS afronta una reestructuración profunda. Desde su creación ha vivido ciclos alternos de centralización y descentralización, a menudo impulsados por el signo político de cada gobierno. Las reformas de David Cameron en 2012 llevaron a la creación de NHS England precisamente para otorgar mayor autonomía a la gestión clínica y profesionalizar la toma de decisiones. Ahora, el péndulo vuelve a oscilar. No son pocos los expertos que advierten que esta sucesión de reformas puede debilitar al sistema y desviar el foco de los problemas estructurales. Tal como señala un editorial reciente del BMJ, “la fragmentación de la gobernanza y la ausencia de un consenso estable sobre el modelo del NHS han minado su capacidad para responder a los desafíos del siglo XXI”.
Más allá de los datos presupuestarios, el impacto de esta reforma se medirá en la experiencia de los pacientes y en el bienestar de los profesionales. La eliminación de miles de puestos de trabajo podría traducirse en una pérdida de talento difícil de reponer, así como en desmotivación y dificultades para mantener una gestión eficaz durante el proceso de transición. Tras las reformas de 2012, el debilitamiento de las estructuras de salud pública se identificó como uno de los factores que contribuyó a la deficiente respuesta del Reino Unido a la pandemia de COVID-19. Ahora surgen dudas similares: ¿estamos ante un proceso de recentralización que puede generar nuevas vulnerabilidades?
Una apuesta de alto riesgo para el futuro del NHS
El gobierno de Starmer insiste en que estos cambios son imprescindibles. La abolición de NHS England, aseguran, permitirá liberar cientos de millones de libras anuales que se destinarán a reducir las listas de espera, modernizar infraestructuras y mejorar las condiciones laborales de los profesionales asistenciales. La intención declarada es reconstruir un sistema más ágil, eficiente y sostenible, capaz de responder a los retos de una población envejecida y del aumento de las enfermedades crónicas. El ministro de Salud ha reiterado que se respetarán los principios fundamentales del NHS: atención universal, gratuita en el punto de acceso y basada en la necesidad, no en la capacidad de pago. La marca NHS y su misión fundacional seguirán vigentes, según el gobierno. Sin embargo, la confianza en estas promesas no es unánime. Parte de la sociedad teme que este sea el preludio de una progresiva privatización o, al menos, de una mercantilización de ciertos servicios que erosionen el espíritu original del sistema.
Las encuestas reflejan esta división. Existe un consenso generalizado en que el NHS necesita reformas para garantizar su sostenibilidad, pero también una desconfianza importante hacia el alcance y la dirección de los cambios anunciados. El 48% de los británicos teme que la eliminación de NHS England suponga una pérdida de control democrático y profesional sobre el sistema, mientras que un 42% apoya la medida confiando en que la gestión directa por parte del gobierno facilitará la rendición de cuentas y mejorará el uso de los recursos públicos.
La reforma del NHS que ha planteado el gobierno laborista es, sin duda, una apuesta ambiciosa. Puede allanar el camino hacia un sistema sanitario más eficiente y resiliente, pero también corre el riesgo de agravar algunos de los problemas actuales si no se gestiona con la prudencia y sensibilidad que requiere una transformación de esta magnitud. Desde la perspectiva de la gestión sanitaria, este momento constituye un laboratorio de observación. Personalmente, contemplo este proceso con especial atención, movido por la profunda admiración que siempre he sentido hacia el NHS y por la influencia que su modelo ha ejercido sobre mi propia cultura gestora. Habrá que seguir de cerca su implementación y sus consecuencias, tanto para los pacientes y los profesionales como para el conjunto del sistema. Mientras tanto, la sociedad británica y la comunidad internacional asistiremos expectantes a una reforma que podría redefinir el modelo de sanidad pública que ha sido, durante décadas, un referente en Europa y en el mundo.