La casi simultánea aprobación de la modificación de la Ley de Garantías y Uso Racional del Medicamento en el Congreso y de la tercera subasta de medicamentos en Andalucía ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la distribución competencial en torno a la política farmacéutica. Y parece que hay que recordarlo porque algunas autonomías no parecen entenderlo: el Ministerio de Sanidad es competente en financiación pública y fijación de precios de medicamentos, así como en la determinación de las condiciones especiales de prescripción y dispensación.
Si nos fijamos bien, es una de las competencias más importantes de las pocas que le quedan al Ministerio en el ámbito sanitario (tiene más cometidos –o por lo menos, más organismos administrativos- en el ámbito de los Servicios Sociales y la Igualdad). Y, pese a ello, está siendo muy disputada por las comunidades autónomas. La fiebre no es nueva, pese a que ahora vuelva a repuntar, debido a las iniciativas de Andalucía, con las mencionadas subastas, y a la Comunidad Valenciana, con sus también controvertidos algoritmos. Y, al margen de las razones que exponen unos y otros, queda otra vez de manifiesto que el Sistema Nacional de Salud (SNS) sigue añadiendo grietas a su estructura, muchas por la vía del capítulo de la farmacia.
Si la falta de cohesión de nuestra sanidad no fuera tan evidente, el Gobierno no aprovecharía trámites parlamentarios aparentemente menores como la transposición de dos directivas europeas sobre farmacovigilancia y medicamentos falsificados para tratar de blindar su competencia farmacéutica, reforzando la autoridad de la Agencia Española del Medicamento y, otra vez más, impulsando el alcance de las decisiones del Consejo Interterritorial. Este Gobierno, como el anterior, conoce de sobra la facilidad legislativa con la que se manejan las autonomías, al margen de signos políticos. Y la soltura en aprobar decretos o normas que modifican cuestiones fundamentales en la política farmacéutica solo puede ser replicada con similar contundencia y rapidez en lanzar nuevas leyes. Que tengan un rango mayor que las primeras.
Desde que el Estado transfirió la gestión de los servicios sanitarios, no se recuerda a ni un solo ministro interviniendo o siquiera opinando sobre cuestiones (la organización y la planificación de los recursos sanitarios de un servicio público de salud cuialquiera) que no son ya de su competencia. Por la misma lealtad institucional, cabría suponer que las autonomías tampoco iban a interferir en materias puramente estatales como sin duda quedó definida la farmacia cuando se completó el mapa transferencial. Pero no fue así. Sería muy largo hacer constar aquí la lista de recursos y procedimientos judiciales iniciados por el Ministerio -y otros tantos por Farmaindustria- contra acciones y medidas de las autonomías en materia farmacéutica: porque una cosa es racionalizar la prescripción y la utilización de fármacos –el tan traído y llevado uso racional del medicamento- y otra muy diferente modificar las condiciones de acceso a productos financiados por el SNS. Esto último es lo que llevan tiempo intentando hacer las autonomías y es lo que el Ministerio no puede permitir que ocurra.
Y no porque las medidas adoptadas por las autonomías sean equivocadas. No es esa la cuestión. El problema es la equidad y la cohesión del sistema, que no se respeta cuando las acciones afectan, para bien o para mal, a solo una parte de la población. Por no hablar del uso indebido de competencias en beneficio exclusivo de unos cuantos (muchos, pocos, qué más da) ciudadanos.
El Ministerio debe insistir en su defensa de la atribución farmacéutica. Entre otras cosas, porque es de las últimas que le quedan.