Hace ya tiempo que, en las sociedades desarrolladas, acabó ese debate que atenazó a generaciones enteras y que se podía resumir en dos palabras: liberalismo o estatalización. Con la caída del Muro de Berlín, el fin de los regímenes comunistas del otro lado del Telón de Acero y, especialmente, el colapso y desintegración de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), las sociedades liberales, donde el libre mercado y la competencia son monedas habituales de cambio, triunfaron en su propuesta para alcanzar la paz y la prosperidad de sus pueblos. Sin embargo, en esos países, la mayoría europeos, donde el Estado del Bienestar tiene un motor indisimulablemente capitalista, hay espacio para un residuo –¿o sería mejor decir un oasis?- estatal: la sanidad.
Nadie cuestiona en España que el Sistema Nacional de Salud es una realidad esencialmente pública, donde las administraciones tienen la primera y la última palabra; donde la iniciativa privada pugna por normalizar su situación, desterrando falsos estigmas e intentando jugar un papel estable de provisor complementario, eficaz y necesario, donde, en fin, los profesionales disfrutan y padecen una estabilidad laboral que es a la vez seguridad y frustración, que ha permitido configurar un gran sistema sanitario, pero que impide a la vez activar los resortes necesarios para mejorarlo.
¿Quién, pese a todo, se atrevería por tanto a proponer la introducción de competencia, la aceptación de las leyes del libre mercado en la sanidad? Desde luego que nadie, como ya presuponíamos, pero que hemos comprobado fehacientemente con el Debate de Redacción Médica, patrocinado por Janssen, al hilo de la negociación del acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. Es evidente que el liberalismo, con todas sus consecuencias y en todo ámbito social, es cosa del otro lado del Atlántico, donde el sueño americano, para bien o para mal, sigue siendo principio y fin de casi todas las actitudes y comportamientos humanos.
Aunque no haya opción política que defienda la liberalización sanitaria –y menos aún la farmacéutica, ámbito en el que ya se ha librado una batalla lo suficientemente relevante para calibrar la fortaleza del modelo-, hay partidos empeñados en convertirse en los defensores genuinos de lo público, aunque la amenaza a su protegido sea intangible y ciertamente improbable. El PP, entretanto, se esfuerza por no parecer ese partido privatizador, liberal y americano (por demoníaco, como cuando la OTAN, Reagan y Torrejón), que muchos estarían encantados de que fuese. Pero no. Con el PP, la sanidad sigue siendo tan pública como antes, quizá un poco menos universal, pero solo por efecto de la crisis, no de la ideología.
El miedo es libre y hay partidos políticos y sectores profesionales y sociales que temen una creciente e imparable liberalización de la sanidad, para convertir un servicio público en otro privado, que nada tenga que ver con lo que los ciudadanos tanto valoran. Es muy improbable que esto ocurra, más aún transcurridos estos años de terrible crisis, en los que las reformas y los ajustes han sido duros, es cierto, pero en personal e inversiones, no en el modelo. El Sistema de Salud seguirá siendo Nacional unos cuantos años más, porque eso de Liberal queda, todavía, muy, muy lejos.