Mentar el copago en la sanidad -y fuera de ella- fue durante mucho tiempo una indiscreción, casi igual que con la soga y el ahorcado. Lo indiscutible y políticamente correcto era descartar el copago, casi ni mencionarlo, en un sistema inigualable de derechos universales, equitativos y, por supuesto, gratuitos. El debate quedaba para foros excesivamente especializados o directamente residuales, o para el enésimo desahogo intelectual de Costas Lombardía, entusiasta defensor de las bondades del copago. Pero poco más, la verdad.
Con la crisis y los aprietos impensables que siguen azotando al Sistema Nacional de Salud, el copago se ha hecho realidad y ha mostrado a todas luces que su esencia es en verdad como imaginábamos cuando era mera teoría: un argumento controvertido como pocos, de resultados inciertos, o por lo menos difíciles de determinar, y cuyo alcance político y profesional está poco menos que maldito.
Ahí está para corroborarlo la polémica desatada a raíz de la aprobación del copago hospitalario, que se añade al ya vigente para las recetas del Sistema Nacional de Salud. El Ministerio de Sanidad no anduvo fino en la presentación pública de una medida que parece fue más rápidamente aprobada que concebida y planificada. Los diputados de la Comisión de Sanidad del Congreso recuerdan aún con estupor cómo asistieron a la primera comparecencia de la ministra Mato tras el verano sin escuchar alusión alguna a su aprobación, de la que tuvieron noticia íntegra al día siguiente en el BOE. Sus especulaciones dirigidas a la ministra se concretan en tres: o no sabía de su aprobación (improbable), o no fue su autora (malo) o no quiso –o supo- explicar la medida (peor).
Una vez conocida, las críticas llovieron por todas partes, empezando por las autonomías, pero no solamente las gobernadas por el PSOE o los nacionalistas. Castilla y León reaccionó con contundencia a través del mismísimo presidente Juan Vicente Herrera. En un plano más técnico, las consejerías se han venido desmarcando de una medida que, por encima de otras consideraciones, no era posible aplicar en tiempo y forma. Esta impresión ha terminado por confirmarse en la Comisión de Farmacia del pasado martes, en la que se acordó demorar su puesta en marcha, tal y como ya parecía intuir el Ministerio.
Entonces, ¿por qué determinar una fecha tan precipitada de entrada en vigor? ¿Para cumplir el expediente normativo? ¿O para obligar a las autonomías a su puesta en marcha, aunque se haga tarde? Los problemas logísticos que se derivan de la implantación de un sistema de facturación necesario puede que sean reales, aunque no es menos cierto, como recuerda el Ministerio, que los hospitales deberán tener listo un mecanismo de cobro para los pacientes según se establece en la directiva de asistencia sanitaria transfronteriza.
Con todo, profesionales y expertos siguen viendo más riesgos y obstáculos que beneficios en el copago hospitalario. Argumentos como el ahorro no se sustentan y sí aparecen otros más perniciosos y no estrictamente sanitarios como la recaudación. Por no hablar de la falta de adherencia y del efecto disuasorio que este nuevo copago pueden generar en el curso de las enfermedades afectadas, graves todas ellas.
Antes de que llegue la nueva fecha para que el copago hospitalario entre en vigor, asistiremos a más movimientos contrarios, como el anunciado por Izquierda Unida para recurrirlo ante el Ministerio e incluso en la vía contencioso-administrativa. Suele ocurrir con las ideas controvertidas, que son aprobadas con tanta rapidez como escaso diálogo y que terminan por generar más polémica que resultados beneficiosos para la sanidad.