No solo los colegios profesionales o los sindicatos viven inmersos en un debate sobre su futuro; también las sociedades científicas miran hacia el horizonte y parecen surgirles más dudas que certezas. La crisis ha modificado por completo el campo de juego en el que venían desarrollando sus actividades y las dificultades que afrontan son de tal alcance que, en algunos casos, lo que se dirime es la supervivencia de la propia asociación.
Su papel en el sector está consolidado, es reconocido y respetado y, en algunas funciones, es hoy por hoy insustituible. Sobre todo, en lo concerniente a la formación continuada (FC) de los médicos. Según se ha puesto de manifiesto en un debate organizado por Sanitaria 2000, editora de Redacción Médica, el título de médico especialista no puede ser, en sí mismo, una garantía de asistencia sanitaria de calidad. Son necesarios los programas de FC que actualicen los conocimientos de los profesionales y que preparen el terreno a la llegada de un sistema de acreditación o validación, que permita comparar, evaluar, exigir, y llegado el caso, premiar y hasta sancionar.
Son precisamente las sociedades científicas las que hacen posible la FC de sus asociados. Y en esta labor no disponen del apoyo de las administraciones, que no parecen sentirse convenidas por la necesidad de que sus profesionales no solo estén debidamente titulados, sino que además, tengan sus conocimientos en perfecto orden de revista, actualizada lo máximo posible. Hasta hace unos años, era la industria, principalmente farmacéutica, la que apoyaba la labor de las sociedades científicas, pero el imparable cambio de su rol patrocinador ha dejado una profunda huella en el sector: ya nada será igual que antes, porque, entre otras cosas, así lo establecen los respectivos códigos deontológicos o de transparencia, tanto de Farmaindustria como de la Facme.
Así las cosas, las sociedades se preguntan cómo subsistir en un escenario sin apenas apoyo institucional y muy escaso de carácter financiero. La primera medida ha sido evidente: todas se han apretado el cinturón, y como todo hijo de vecino en estos años de crisis, han reducido gastos y generado ahorros. Además, las más avanzadas, o simplemente las más despiertas, han comenzado a explorar posibilidades de encontrar nuevas vías de financiación que vayan más allá de la cuota de los socios.
El término ideal es el de autofinanciación, pero no es fácil lograrlo. Las sociedades quieren mantener la relación con la industria, pero basándola ahora en acuerdos de colaboración de igual a igual, que sean provechosos para ambas partes. Además, también pretenden descubrir nuevos nichos en los que su ascendencia científica sea bien considerada por marcas o empresas con interés en el sector sanitario. De ahí que se haya hecho más habitual en las sociedades más grandes la figura del gerente para dinamizar su lado más empresarial.
Con todo, la obtención de nueva financiación no puede ser un objetivo a cualquier precio. Las sociedades deben tener muy presentes los conflictos de interés y la ética exigible a su naturaleza científica que, en ningún caso debiera ser quebrada, so pena de que se termine por lastimar su esencia misma.
Pese a la dificultad del momento, que seguramente no va a cambiar de la noche a la mañana, es bueno que las sociedades científicas vayan abriendo internamente y entre todas, con la Facme como necesaria maestra de ceremonias, el debate sobre su financiación, que no es sino preocuparse sobre su futuro y sobre la imprescindible labor que tienen para con los profesionales.