La III edición de los Premios Sanitaria 2000 a la Sanidad de Aragón ha puesto el foco en esta peculiar autonomía, ejemplo de gestión pura y dura, necesaria en momentos de crisis, pero comprensiva con la importancia del servicio. Al igual que en otras regiones, el PP está intentando en Aragón obtener las mayores cotas de eficiencia mediante procesos reorganizativos o directamente recortes de servicios mal dimensionados. En paralelo, el Gobierno aragonés está procurando apelar a la sensatez de los ciudadanos en el uso de los servicios sanitarios y apoya sus decisiones más controvertidas en el mayor respeto posible al interés general. El panorama no es sencillo, como en casi ninguna parte de España, pero la sanidad de Aragón sigue funcionando y registra experiencias, perfiles y proyectos que merecen ser premiados, tal y como lo ha hecho la empresa editorial de este periódico.
El consejero Ricardo Oliván llegó al cargo con fama de gestor y en esta tarea es seguramente en la que más se está empleando. Sus iniciativas más importantes apuntan a la necesaria reorganización de servicios y prestaciones. No en vano, encuentran su principal justificación en la fusión de dos departamentos, Sanidad y Bienestar Social y Familia, una medida inicial con la que la presidenta Rudi ya marcó el devenir de ambos sectores durante esta complicadísima legislatura.
Defensor del importante papel de la primaria y de las urgencias, Oliván se está esmerando en conciliar sus medidas más controvertidas, como el plan de ordenación de los recursos humanos del Servicio Aragonés de Salud, con continuos llamamientos a la comprensión ciudadana, vía uso racional de los servicios, cuando no simple y llana sensatez en la utilización de recursos sanitarios. Sus pasos en algunas materias parecen del todo obligados; manda la situación y no hay otro remedio que adoptar medidas que no gustan a todos, ni siquiera a una mayoría, pero que son necesarias para que el servicio sanitario siga prestándose con la mayor calidad posible.
Ahí está el ejemplo del debate del momento en versión aragonesa: la gestión de los centros sanitarios y la colaboración público-privada. Es el caso del Hospital de Alcañiz, cuyo futuro no está nada claro, aunque es mejor, mucho mejor, si se cuenta con empresas del sector. No por ello Oliván es un férreo defensor del modelo privado. Al contrario, es posible que si su Administración hubiese estado suficientemente saneada hubiera afrontado el proyecto de Alcañiz en solitario. Pero, lamentablemente, esa no es la situación del Servicio Aragonés de Salud. Ni de otros muchos en España.
Aragón no parece tener un modelo definido e ideologizado de lo que debe ser su modelo sanitario. Más bien, su Gobierno parece empeñado en mejorar el funcionamiento de la sanidad, aplicando medidas y remedios que no tienen por qué ser indiscutibles, pero que en este momento son necesarios. Y esta manera de hacer las cosas, con rigor y naturalidad al mismo tiempo, puede que sirva como receta para muchos otros lugares en los que, a veces, los discursos políticos y su confrontación parecen ser más importantes que el estado real del sistema sanitario.