Desde hace décadas vivimos en una sociedad que transita hacia la cúspide de la famosa
Pirámide de Maslow, aquella que acuñó el sociólogo y que explica de una forma muy gráfica cómo según el ser humano va cubriendo sus necesidades básicas dedica su tiempo y esfuerzo a satisfacer otros deseos de
reconocimiento y autorrealización.
Buena parte de la sociedad, la gran mayoría, vive nuestros días ufana en una realidad construida en torno al
fútbol profesional o a los
reality shows televisivos, sin mayor sustancia que la de no dejar de regar con su atención el negocio floreciente de unos pocos.
Si hace unos meses, unas semanas, incluso unos días, una encuesta demoscópica hubiera preguntado a la ciudadanía de España o de Italia qué le importaba más, si el próximo partido de
Champions League del equipo de fútbol del que se declaran seguidores, o la salud pública, pocos hubieran dudado. Una minoría hubiera podido decir
el nombre del nuevo ministro de Sanidad, y muchos el del último ligue del/la concursante de moda de Gran Hermano.
Hoy sin embargo,
gracias al coronavirus (algo hay que agradecer siempre a las crisis), la percepción social está descubriendo la bonanza de una buena salud pública, y lo efímero que es ver a once hombres o mujeres en pantalón corto detrás de un balón, cuando lo que está en juego realmente es la salud de todos.
La bonanza de
no estornudar alegremente sin taparse con el codo o con un pañuelo; de no escupir en el suelo, por la calle, sin más; de
lavarse las manos con regularidad, por poner algunos ejemplos que son elementales, pero que parece que no han terminado de arraigar en toda la sociedad a estas alturas.
En Italia ya se han suspendido partidos de la Liga profesional, y se plantean jugar a puerta cerrada competiciones internacionales para evitar que el coronavirus se propague. Las autoridades locales buscan en qué pudo fallar la sanidad lombarda en su
dispositivo de prevención para que ahora estén a la puerta de una pandemia de difícil control. El coronavirus ha logrado que a la gente le interesen más los
dispositivos oficiales para evitar más contagios que la táctica que usarán los entrenadores en el próximo derbi balompédico.
Más allá de esa masa social que ahora está descubriendo la importancia de la salud pública y
el valor protector de la sanidad, hay otra capa social que hasta el momento vivía muy cómoda cuestionando la
evidencia científica, las
vacunas, la importancia de la
investigación farmacológica. Estos son los que ahora con el coronavirus tratan de abonar la teoría de la conspiración, como si el virus se hubiera creado en un laboratorio y respondiera a intereses geopolíticos. A esos también les protegerán las medidas de salud pública, e incluso llegado el caso les sanarán los remedios aplicados por los
profesionales sanitarios, procedentes de la
industria farmacéutica o de medidas simples, pero racionales, articuladas por los
salubristas.
Y es que el
avance científico es la verdadera pandemia que hace que millones de personas vivan un placentero día a día, pendientes solo de lo más alto de la Pirámide de Maslow, incluso interpretando que el reconocimiento y la autorrealización consiste en vivir como propia la existencia de
Messi,
Ronaldo o
Belén Esteban. Mientras, en centros de salud, hospitales, y laboratorios se trabaja de forma anónima para preservar la salud (y la tranquilidad) de todos.