Desde hace algunos años pueden leerse artículos relacionados con la Atención Primaria donde se repite un fenómeno curioso. Reiteradamente se utiliza una analogía entre el estado de la Atención Primaria y un paciente crítico en cuidados intensivos. El recurso literario es usado con la intención de alertar de un peligro inminente de muerte y a su vez transmitir cierta esperanza de recuperación bajo los cuidados adecuados. Todos esos artículos se equivocan.
La Atención Primaria es un cuerpo inerte lleno de gases y espasmos cadavéricos que simulan actividad y funcionamiento. La Atención Primaria lleva años muerta.
Después del llanto y el dolor, de pie frente muerto, al recuperar la razón, al comprender la verdad y mirar el cadáver, contemplamos en su blanca piel signos de violencia: hematomas por todo el cuerpo, articulaciones deformadas por fracturas mal curadas, cortes profundos y varias falanges amputadas.
El dolor y las lagrimas ceden ante la rabia: ¿quién o quienes han sido los responsables?
Creemos que el modelo paternalista es algo extinto y que trabajamos en un modelo horizontal y democratizado basado en la toma de decisiones conjuntas, libres e informadas. Esto es ficción porque en realidad estamos en el extremo contrario al paternalismo y muy alejados del modelo horizontal:
vivimos en un modelo clientelar y la piedra angular de este sistema es el analfabetismo médico de los pacientes. Los servicios de salud han contribuido a crear una sociedad formada por pacientes analfabetos desde el punto de vista médico, que argumentan equilibradamente en discusiones políticas, saben moverse como peces en el agua en el mundo de las finanzas o conocen de memoria los resultados y goleadores del mundial de Sudáfrica de 2010.
Sin embargo, no saben cuándo deben tomar paracetamol o ibuprofeno, creen que los antibióticos solucionan cualquier infección o desconocen los motivos de su último ingreso y para que sirven los veinte medicamentos diferentes que están engullendo.
Solo empoderando a los pacientes de cultura médica podrán perder el miedo a la enfermedad y serán realmente libres para tomar decisiones sobre su salud y por fin trabajaremos en modelo horizontal. Hubiese preferido terminar la enseñanza escolar conociendo las indicaciones de la toma de antibióticos o conocer los principios de la diabetes, antes que una lista memorizada de los afluentes del río Tajo o la resolución de integrales. Esta idea posee muchas aristas pero enraíza en una actitud predominante en nuestro país: nunca se ha considerado inculto a una persona que no sepa de ciencia. Ponemos el grito en el cielo cuando una persona no diferencia un Velazquez de un Miró pero nadie parece alterarse cuando alguien desconoce que es un ribosoma y cuál es su función.
La Atención Primaria es un cuerpo
inerte lleno de gases y espasmos cadavéricos.
La Atención Primaria lleva años muerta.
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Una sociedad hipocondriaca y olvidadiza esclava de lo inmediato, intolerante a la mínima dolencia e incapaz de vivir con la incertidumbre. La falta de conocimientos médicos deriva en miedo a la enfermedad y cuando el miedo domina al paciente la irracionalidad guía sus demandas; para paliar la inseguridad y eliminar cualquier atisbo de incertidumbre demandan soluciones invasivas y resultados exactos que les aporta una falsa sensación de seguridad. El paciente tiene una falsa percepción de profesionalidad y excelencia basada en la premisa de que un gran número de pruebas complementarias, derivaciones o medicamentos recetados es sinónimo de una buena atención.
Necesito ese antibiótico de tres días que me cura el catarro y me deja como nueva. Prefiero una inyección intramuscular porque actúan mejor y más rápido que por vía oral. A un conocido le detectaron un tumor intestinal tras una colonoscopia y quiero que me hagan una. Nunca me han hecho una ecografía y creo que a mi edad debería hacerme una porque últimamente me ha molestado el abdomen. Llevo dos meses sin hacerme una analítica de sangre.
Los pacientes se han convertido por propia petición, en pelotas de goma que rebotan de una consulta a otra mientras sus médicos saben de antemano que quizás ese dolor de hombro es algo inherente a la edad, ese tratamiento es innecesario, esa analítica no es pertinente o que ese dolor abdominal es funcional y la causa no es orgánica. Durante mis primeros años de residencia intente bregar contra este misticismo preconcebido con todo el peso de mis conocimientos científicos; después de una serie de argumentos en contra de pautar un antibiótico en una faringitis vírica y muchos minutos de explicación, la respuesta siempre era la misma: ¿pero me vas a poner antibiótico o no? Al principio me molestaba tremendamente. A día de hoy, es una situación que me tiene sin cuidado porque hace tiempo que he claudicado.
Antes del cambio de siglo, los servicios de salud de las diferentes comunidades autónomas se enfrentaron a un reto: el crecimiento progresivo de la demanda asistencial. La balanza se inclinó a favor de una cobertura total, irracional y absoluta de la demanda con la apertura progresiva e imparable de un número creciente de hospitales, centros de salud y puntos de atención continuada. Aceptar esta premisa, precisa de un aparato organizativo a gran escala: los médicos en general y los de Atención Primaria en particular fueron degradados y convertidos en burócratas que despachan recetas de medicamentos a diestro y siniestro, realizan informes de dependencia y visados, realizan derivaciones, entregan justificantes de asistencia, pautan pañales y tramitan altas y bajas.
En Atención Primaria, la idea de cubrir la demanda a cualquier precio supone cupos poblacionales por profesional muy por encima de lo recomendable y agendas diarias con una media de pacientes desproporcionadas. Todo ello entorpece la relación con los pacientes, la correcta praxis médica, supone un incremento del gasto médico y dificulta la elaboración de programas comunitarios y preventivos. Al analizar esta estrategia, los servicios de salud se han encontrado con un suceso paradójico pero incuestionable: el aumento de la oferta, a la larga, conlleva invariablemente un aumento de la demanda y este fenómeno es independiente del tamaño poblacional. El ejemplo más representativo lo tenemos en los servicios de Urgencias. Antiguamente disponían de menor cantidad de personal, menor número de camas y espacio físico y siempre estaban desbordados. Con el tiempo, se contrató a más personal, aumentó el número de camas o en algunos casos se procedió a la apertura de otros hospitales a pocos kilómetros.
La demografía en España no ha aumentado drásticamente en los últimos veinte años y a pesar de las medidas tomadas, en la actualidad, las Urgencias de todo el pais siguen desbordadas. A pesar de las evidencias, los servicios de salud continuan empeñados en la estrategia de la acción reacción y las consecuencias ya las estamos sufriendo: un gasto sanitario desproporcionado, precarización laboral, unas listas de espera infinitas y un deterioro en la calidad asistencial. Estamos asistiendo a la creación de un sistema sanitario de dos velocidades donde los pacientes con recursos optaran por la sanidad privada y los pacientes sin ellos acabaran en una sanidad pública progresivamente más devaluada y sin recursos. La sanidad pública de todos, que hace tiempo era motivo de orgullo patrio, en unos años se convertirá en la sanidad de los pobres.
Desde aquí entonamos los mea culpa. Nosotros,
los médicos de Atención Primaria, que no hemos sabido atajar el problema, que hemos consentido la precarización laboral en base al pernicioso concepto de la vocación, que hemos y seguimos optando por el aislamiento profesional y el individualismo, que aceptamos nuestro nuevo rango de burócratas, que seguimos solicitando y recetando supeditados a la demanda asistencial, que no hemos sabido luchar contra las ideas preconcebidas, ilógicas y sin fundamento científico, que no hemos conseguido inculcar o trasmitir cultura médica, que hemos permitido una formación especializada endeble y de poca calidad basada en guardias, que nos hemos dejado pisotear y amedrentar por el conglomerado hospitalocentrico, que hemos permitido uno desprestigio progresivo tanto externo como interno, que hemos permitido interferencias, formación y financiación privada. Nosotros, que en definitiva, que hemos contribuido a la muerte de la Atención Primaria.
Los médicos no hemos sabido
atajar el problema y hemos consentido la precarización laboral
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Al finalizar la residencia solo tenía una cosa clara: no quería trabajar en Atención Primaria. Durante el último año en el Centro de Salud no he sabido convivir con la burocracia, el sistema clientelar, la demanda asistencial, las faltas de respeto, las quejas, las mentiras y la picaresca, la falta de memoria de aquellos que aplaudían en la España de los balcones, las conversaciones hirientes de transeúntes anónimos, los insultos y las agresiones justificadas en redes sociales y el
maltrato laboral por parte de aquellas instituciones que deberían protegernos. Es cierto que estas situaciones no son exclusivas de la Atención Primaria pero el desprestigio acumulado hace que las embestidas sean más duras que en el mundo hospitalario. No, no quería nada de eso para mi futuro. Abandoné el barco.
Este artículo va para todos los médicos de Atención Primaria: a los que están quemados y deseando jubilarse, a los llevan muchos años trabajando y siguen enamorados como el primer día, a los que intentar impulsar vientos de cambio, a los residentes que aman la especialidad, a los contestatarios y rebeldes pero especialmente a todos mis compañeros que acaban de finalizar la residencia y han decidido quedarse en Atención Primaria escogiendo el camino difícil y permanecer en el barco. A día de hoy es uno de los trabajos más arduos y hostiles en la medicina y os admiro por elegirlo incluso sabiendo que el sistema actual está muerto. En vuestra mano está velarlo con cariño y enterrarlo con honores. Dar las gracias por lo que hizo en vida y luego, con el mayor de los respetos, asimilar lo bueno, aprender de los errores y aniquilar los vestigios degenerativos para dar vida a algo nuevo y hermoso y perdurable.