Tras la
pandemia, el interés por los problemas de
salud mental se ha incrementado notoriamente. Aumento que -- además de una mayor sensibilización para detectarlos-- es atribuible a las consecuencias -- en el
ámbito socioeconómico-- de las medidas adoptadas para controlar el problema.
Medidas que, en cualquier caso, han incrementado la intensidad de la demanda de atención sanitaria, en el conjunto del sistema y particularmente en los dispositivos de la
Atención Primaria y Comunitaria. Ya que, como es sabido, la somatización es uno de los efectos del
estrés y la ansiedad, si bien son también frecuentes los requerimientos de atención directamente relacionados con alteraciones de los
estados de ánimo, tristeza, frustraciones e incomodidades.
Requerimientos que los profesionales, algunos al menos, como los reunidos en el congreso anual de
SEMERGEN (Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria) en
Valencia hace unos días, consideran que podrían atender adecuadamente si dispusieran de más tiempo. Una limitación habitual que impide mantener una relación con los pacientes capaz de resolver, mediante la
escucha activa y la empatía --lo que ellos mismos califican de
intervención psicológica de baja intensidad-- buena parte de este tipo de problemas.
Pero, ¿es realmente la falta de tiempo el obstáculo principal para desarrollar esta función asistencial?
Desde luego,
disponer de tiempo suficiente es imprescindible, aunque también resultan decisivos otros factores. Algunos relativos a la
organización del trabajo y a la adecuación de las condiciones laborales de los profesionales, como, por ejemplo, la continuidad y estabilidad que delimitan la imprescindible
longitudinalidad asistencial. Aunque otros tienen más que ver con la situación personal y con las expectativas de los mismos profesionales.
Médicos de familia, situación laboral y ansiedad
Las condiciones de vida que desencadenan
episodios de ansiedad, como la estabilidad emocional, la
satisfacción laboral o incluso la
precariedad en el trabajo, son bastante comunes en el conjunto de la población, de manera que son compartidas por muchas de las personas, tanto entre las que prestan
asistencia sanitaria como entre quienes la solicitan y reciben.
Circunstancia que debería hacernos reflexionar sobre la capacidad de unos
profesionales que también padecen ansiedad e inestabilidad emocional derivadas de un contexto laboral o vital desfavorable para poder ayudar a neutralizar los estímulos negativos de la vida cotidiana a quienes les demandan consulta.
Muchos profesionales de
Atención Primaria y Comunitaria se quejan por la proliferación de
consultas médicas inapropiadas de pacientes motivadas por problemas que no son propiamente sanitarios ni responden a problemas clínicos y que son consecuencia, muchas veces directa, de
acontecimientos vitales adversos. Ante estas situaciones la actitud más cómoda es la de la complacencia, evitando contravenir estas demandas inapropiadas que generan sin duda disgusto, desazón y pesadumbre pero que no son susceptibles de intervenciones médicas que, además de fomentar la dependencia, pueden resultar contraproducentes.
En muchas ocasiones los problemas no directamente patológicos que llevan a consultar al médico son mucho más relevantes, como haber perdido el trabajo, no tener amigos o no llegar a fin de mes. Situaciones que a lo sumo pueden merecer una medida sintomática transitoria para conseguir controlar la ansiedad, pero intentando siempre
evitar que la medicación enmascare la naturaleza del problema. Lo que no es fácil de conseguir en una práctica clínica tensionada y que potencia conductas de mínimo esfuerzo en el abordaje de este tipo de problemas.
"Muchos profesionales de Atención Primaria y Comunitaria se quejan por la proliferación de consultas médicas inapropiadas de pacientes motivadas por problemas que no son propiamente sanitarios"
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Todo lo cual nos lleva a encararnos con una cuestión más de fondo y que no es otra que la propia naturaleza de
la práctica médica o sanitaria. O, para ser más precisos, la percepción que de ella tienen los profesionales. Porque probablemente es esa apreciación la que más modula sus expectativas. Que, a su vez, determinan sus propósitos, los cuales resultan tanto o más influyentes que las directrices de las instituciones proveedoras de servicios sanitarios, cuando estas se explicitan, claro.
¿Cuál es -o debería ser- pues el papel de los profesionales, particularmente de la Atención Primaria y Comunitaria, respecto de la
salud mental, en nuestra sanidad y en nuestra sociedad? Contribuir, siquiera pasivamente, al enmascaramiento de los
determinantes políticos de la salud y la enfermedad, mediante una medicalización inadecuada es un proceder muy generalizado. Claro que investigar en profundidad estos determinantes, favorecer su abordaje y rechazar firme y exhaustivamente las demandas impertinentes de atención no solo supone un esfuerzo extraordinario, sino que también puede provocar efectos indeseables. De modo que sería conveniente
encontrar alguna alternativa más pragmática y operativa en la práctica.
El análisis del problema y de las posibles soluciones es complejo y, al menos en el contexto organizativo y competencial de nuestra sanidad, no parece ofrecer salidas satisfactorias para los profesionales o la ciudadanía. Tal vez generar
ámbitos ciudadanos de cooperación en los que se puedan debatir estas cuestiones entre pacientes y profesionales pudiera resultar útil, al menos en parte o para algunos colectivos. Como la generación de iniciativas -no esporádicas sino permanentes- que proporcionen a la ciudadanía herramientas para una mejor y más eficiente utilización de los
recursos sanitarios y sociales, que no deberían asumir roles que no les corresponden en el abordaje de problemas cuyos orígenes y soluciones están alejados de sus objetivos, posibilidades técnicas y competencias esenciales.