La dimensión psíquica de la salud y, desde luego, la de la enfermedad es, en nuestra sociedad, particularmente problemática. Ya sea porque la subjetividad que afecta a cualquiera de las facetas de la naturaleza humana -somática, mental y social—se exacerba o porque la psique de cada cual tiene una especial relevancia en las relaciones interpersonales, el caso es que los límites entre lo normal y lo patológico en este ámbito pueden ser especialmente difusos.

Y, por si fuera poco, uno de los valores hegemónicos en nuestra cultura --¿civilización? -- actual es la intolerancia a la incomodidad, lo que fomenta la medicalización de cualquier infortunio que disminuya el confort, aunque no tenga ninguna connotación patológica.

Así, los cambios en los estados de ánimo que, en la mayoría de ocasiones son una reacción normal y hasta saludable a determinados acontecimientos de la vida cotidiana, se han convertido en motivo frecuente de demanda asistencial sanitaria. Directa o indirectamente.  Ya sea la tristeza, a menudo provocada por algún suceso luctuoso, la inseguridad laboral o familiar, o hasta la irritación que producen situaciones sociales exasperantes.

En este contexto es frecuente que, por ignorancia o por comodidad, se generen prescripciones medicamentosas, las cuales en buena parte contribuyen a explicar el liderazgo mundial de nuestro país en el consumo de psicofármacos, ansiolíticos, hipnóticos y antidepresivos.

Este tipo de planteamientos, de amplia difusión en los distintos ámbitos del sistema sanitario, tanto en los estamentos políticos y de gestión como en los asistenciales, tiene su origen en un abordaje inadecuado de este grupo de problemas, que suele ser sintomático y superficial, obviando sus causas profundas y, al mismo tiempo, induciendo una iatrogenia individual y colectiva derivada de los abundantes y graves efectos indeseables de los fármacos que se prescriben. 

De ahí las expectativas que despierta el nuevo plan de salud mental que el consejo interterritorial de salud acaba de aprobar.  Un plan que, entre otros objetivos, pretende reducir gracias a la promoción de una perspectiva supuestamente comunitaria el escandaloso abuso de psicofármacos. 

La primera línea estratégica del plan se basa en reforzar los recursos humanos en salud mental lo que incluye la incorporación de profesionales de la psicología y el acceso a la psicoterapia, iniciativas que, en determinados casos resultan lógicas, pero que si se generalizan acríticamente incluso podrían incrementar la medicalización, en este caso la psicologización, inadecuada.  Quizás fuera mejor que los profesionales de la atención primaria pudieran consultar --ellos – a los psicólogos más que derivarles a los pacientes.

Tampoco la segunda línea estratégica parece coger el toro por los cuernos. Si bien acentúa el fomento de las alternativas a la institucionalización, lo cual es encomiable, se refiere sólo a una parte, desde luego dramática, del problema, pero no aborda la medicalización de la salud mental. La prescripción social no deja de ser una ¿desviación?, en ocasiones menos nociva y más eficiente, pero que no aborda los motivos reales de la demanda impertinente. 

Un abordaje genuinamente comunitario en este ámbito implica el desarrollo de políticas públicas saludables en educación, trabajo, vivienda, ocio, etc, Por lo que promover la implicación de tales sectores de las administraciones públicas y de la sociedad, sin “sanitizarlas”, denunciar aquellas situaciones que generan malestar emocional, desazón, injusticias, y hasta patologías, identificando los ámbitos en los que se generan, sería una contribución relevante de la sanidad a la salud mental comunitaria.

Nuestros líderes sanitarios y sociales deberían asumir la necesidad de potenciar abordajes de carácter intersectorial en este y otros campos relacionados con la salud si realmente se pretende generar estrategias de acción efectivas, eficientes y radicales, que ataquen las raíces de los problemas. Perspectivas como las que propone la iniciativa de la OMS “Salud en todas las políticas”. Salud, no sanidad.

Claro que la cultura sanitaria y social en países como el nuestro se halla muy alejada de este tipo de planteamientos por lo que parece conveniente priorizar el diseño de períodos de transición viables que nos permitan avanzar hacia estos objetivos sin dar saltos en el vacío.

En esta perspectiva puede que el recién aprobado Plan de Salud Mental resulte útil, aunque tal vez conviniera que se propusiera prevenir la medicalización inadecuada en general, no solo frente al malestar emocional, mediante políticas innovadoras que fomenten la responsabilidad de la Atención Primaria y Comunitaria en este terreno, ya que es el estamento del sistema sanitario que más puede ayudar a progresar en este ámbito.

Siempre que contribuya, desde luego, a la promoción de la salud colectiva junto con los otros sectores determinantes de la salud de la administración y de la sociedad.