Sucedió durante mi primer año de
residencia. Lo recuerdo bien. Se trataba de mi
primer fin de semana libre en mucho tiempo; un suculento
fin de semana sin guardias, ni cursos, ni cualquier otra actividad sujeta a un horario fijo. Dos días sin nada, enteritos para mí. Podía dormir y vaguear cuanto quisiera. La noche anterior me había quedado hasta tarde en un restaurante con un par de amigos, y aquella mañana de sábado, a las siete, me hallaba durmiendo cual marmota en la pequeña habitación de mi piso de alquiler.
Y sonó el móvil. Al principio, lo entreoí en sueños.
¡Bing! Seguidamente, algo más nítido.
¡Bing! ¡Bing! ¡Bing! Varios
Whatsapps seguidos. Me maldije por haber olvidado silenciar el dispositivo, pero me incorporé preocupada y miré la pantalla. Era Sandra. Mi vecina. Sobra declarar que es un nombre inventado que protege la intimidad de mi vecina real, cuya educación brillaba por su ausencia.
- “Oyeeeee. Tengo una consulta médicaaaa. Eoooooo. ¿No contestas?”
Y así hasta ocho mensajes seguidos. Reconozco que volví a dormirme nuevamente. Puse el móvil en modo silencio y concilié el sueño al segundo. Habían sido demasiados fines de semana insomnes en la
puerta de Urgencias. Demasiados sábados levantándome a las seis para dirigirme al
ambulatorio. Demasiadas
jornadas enteras entregada a los pacientes por las mañanas, dedicando las pocas horas de la tarde que me sobraban a leer artículos o a ponerme al día en nuevos tratamientos. Fue mi propio cuerpo quien me arrastraba aquella mañana a la molicie.
No podía más. Estaba agotada.
El móvil siguió vibrando largo rato. Eran las 7:20 cuando me vi obligada a tomar nuevamente el móvil en mis manos y consultarlo otra vez. En esta ocasión, no sólo era Sandra quien tecleaba furiosamente, sino también su novio.
- "Sandra está en un apuro. Te necesita. Le ha bajado la regla. Y le duele. ¿No me oyes?. Holaaaaa contestaaaaa. A Sandra le duele la reglaaaa"
“Y a mí me duele que me molestéis en el primer sábado libre que tengo desde Navidad”, pensé, para mis adentros. Con rabia contenida, apagué el móvil y me dispuse a seguir durmiendo.
Si Sandra hubiera requerido mi ayuda por algo ciertamente urgente, huelga señalar que le habría socorrido de inmediato. Pero Sandra no me dirigía la palabra desde hacía seis meses y, cuando me hablaba, sólo lo hacía para contarme su vida y sus problemas de salud.
A los diez minutos, un soniquete estridente invadió mi piso. El teléfono fijo parecía gritar a todo volumen a través del salón. Como impulsada por un resorte, me levanté de golpe y prácticamente volé a descolgar el auricular.
- ¿Diga? - Mi voz todavía venía cargada de sueño.
- Me parece muy fuerte que no contestes a mis mensajes. A veces cuesta creer que seas médica.- Espetó Sandra, al otro lado del auricular. Suspiré.
- ¿Qué te ocurre? -Pregunté, resignada.
- Mira, anoche ya tenía dolor de ovarios, pero es que esta mañana me dolía todavía más y hace un rato me acaba de venir la regla…
- ¿Qué día te tenía que venir?
- Hoy.
Ignoro qué le respondí. Sólo puedo asegurar que ser educada con ella me costó un esfuerzo titánico. Aquello era una infamia. Era inaudito. Aun cuando le advertí que no podía estar a su disposición las 24 horas del día los siete días de la semana, ella me abroncó por ello.
-
Eres médica, es tu trabajo y te pagan para eso.
“Eres médica. Es tu trabajo. Te pagan para eso.” No, querida, no. No me pagan para eso.
Ser médico es fruto de una vocación que sólo quienes la experimentan pueden comprender. El deseo de ayudar, el volcarse con el paciente, el entregarnos a su salud y bienestar… todo eso fluye de manera natural en nuestra persona, y lo hace de forma espontánea y casi mágica. Yo voy cada día a trabajar con una sonrisa, y todas y cada una de mis consultas me aportan algo diferente.
Adoro curar, me encanta poder socorrer a quien me necesita. Pero eso no me exime de ser humana. De necesitar recargar pilas. De desconectar. De viajar a la otra punta del planeta, o al pueblo vecino, si así me apetece. De repantingarme en el sofá a leer un libro o dormir hasta las 12 de la mañana. De tragarme sesiones enteras de telebasura o tontear con un chico. De aburrirme. De salir de compras. De quedarme en casa sin hacer nada. De disfrutar. De vivir.
Ante todo, yo también soy persona. Ante todo, yo también tengo derecho a descansar.
Hay sujetos que no entienden esto. Sujetos que se irritan porque “su médico se ha ido de vacaciones”. "Y es que, ¡cómo es posible!", "¡Qué desfachatez!"," ¡Míralo al doctor este, ahora va y se marcha a Cancún! Será posible… y encima van y me plantan a un sustituto".
Algunos van aún más lejos. Aprovechan cualquier encuentro contigo para sacar a relucir todo su historial.
Porque, aunque se trate de veinteañeros, los amigos de los médicos se vuelven pluripatológicos cada vez que te ven. Y, si no es en su propia piel, lo es alguno de sus familiares o conocidos. Que si el colesterol, que si el otro día tuve otitis, que si me ha salido un grano, que si hace cuatro días que no voy al baño… llegó un momento en el que, cada vez que quedaba con mis amistades en mi ciudad natal, tenía la sensación de encontrarme en una especie de guardia, en una extraña jornada laboral en la que, aun sin bata y sin fonendoscopio al cuello, aun en uno de mis días graciables o vacacionales, seguía pasando consulta.
El mundo me exigía que siguiese pasando consulta.
No es justo. Y quien sea sanitario me comprenderá. Porque no sólo somos los médicos. También lo sufren enfermeros, odontólogos, veterinarios… incluso otras profesiones ajenas a la Salud (¡pobres de los informáticos!).
Y no, jamás le haremos a un feo a alguien que requiera nuestros servicios. En el verano de 2014, cuando me gradué, recité un Juramento Hipocrático en el que me consagraba fielmente a la salud del prójimo.
Pero hay hospitales siempre abiertos. Existen ambulatorios con servicio 24 horas. Y los médicos, fuera de nuestro horario laboral, tenemos una casa, tal vez una mascota, algunos incluso pareja e hijos, otras preocupaciones, ambiciones y aficiones. Y
debería florecer una mínima conciencia, una mínima empatía con el trabajo ajeno, un respeto lo suficientemente grande como para entender que un médico, en días de libranza o de vacaciones, merece una desconexión del mundo en el que se sumerge once meses al año. Pues, por mucho que amemos la Medicina, no deja de requerir un esfuerzo y un nivel de autoexigencia brutal. Y eso extenúa. Mucho.
Salvo que se trate de una urgencia vital, me gustaría hacer un llamamiento a todos aquellos que consultan continuamente a sus amigos médicos por temas que bien podría resolver su doctor de cabecera: sed comprensivos.
Comenzad a contemplar a vuestro amigo sanitario como a un ser humano, y no como un objeto que podáis utilizar a vuestro antojo.
Lo creáis o no, somos mucho más que “el amigo médico”. Precisamente, es nuestro amor por la Humanidad lo que nos hace concebir las relaciones personales como algo mucho más íntimo que el interés. Porque lo que mueve a buena parte de los vecinos y conocidos es eso, el interés. El interés por aprovechar que tienen médico gratis y al momento. Y me da igual si ese médico está de vacaciones o si es el primer domingo en tres meses que puede pasar con sus hijos. Si me ha picado un mosquito y me pica, voy a llamar a mi amigo el doctor. Que para eso está. Para eso ha estudiado Medicina.
En serio,
¿dónde queda la urbanidad? ¿Dónde ha ido a parar la benevolencia y la cortesía hacia los derechos del prójimo? ¿Por qué el mundo gira en torno a un “yo” tan nauseabundamente narcisista? ¿Por qué la gente no se detiene a pensar por un instante en que puede estar despertando o enturbiando el tiempo libre de alguien que lo necesita tanto como cualquier otro individuo?
Reitero que mi profesión me enamora, y lo hace más conforme pasan los meses y los años. La Medicina es parte inherente de mí, y lo seguirá siendo mientras viva. Pero también lo es mi necesidad de comer. Mi necesidad de dormir. Mi necesidad de tener amigos que deseen verme por el mero hecho de estar conmigo, y no por consultarme sus problemas de estreñimiento. Mi pasión por ayudar fue lo que me llevó a ejercer este trabajo. El más bello del mundo. Un trabajo basado en la empatía, en la comprensión y en el respeto por el bienestar ajeno. Un respeto que, lamentablemente, no siempre es recíproco.