Mi vocación médica se gestó tarde, como todo en mí. Soy así; “late bloomer”, lo llaman en inglés. Y es que aquello que me marca, aquello que señala mi destino como si estuviera escrito, hace siempre su aparición con cierta cautela, pisando el terreno despacio pero con firmeza, hasta que la idea, el sueño o el reto en cuestión se forja ante mí con la claridad suficiente como para lanzarme a por ello. Parte de mi vocación sanitaria tuvo sus raíces en la curiosidad por la ciencia y el cuerpo humano; otra vertiente nació del instinto altruista y del amor a la humanidad. Y después existió otro motivo, un tercero que me llevó a la sanidad, un motivo intangible e inefable pero tan potente que, sin llegar del todo a entenderlo, sabía que daría cualquier cosa, aunque fuera lo último que hiciera, por licenciarme en Medicina y consagrar mi vida por y para mis pacientes.
Es por ello que últimamente me embriaga una frustración infinita cada vez que un enfermo se desahoga conmigo en lo que a salud mental respecta. La salud mental, esa dolencia del alma, tan ignorada, tan invisibilidad, tan invalidada. En un presente donde una pandemia hace que tomar la mano de mi paciente sea peligroso, en una época en la que la distancia física de dos metros ha hecho de la emocional una de dos mil, en una realidad tan fría, tan gris, no debería haber cabida para la depresión o la ansiedad. Y, pese a ello, cada vez son más los valientes que se atreven a hablar de esto en voz alta, tanto en el centro de salud como en los ambientes más cotidianos de su día a día. El tabú comienza a disiparse y la sociedad va entiendo cada vez más que la salud no siempre concierne un órgano o sistema, sino todo lo que somos, todo lo que experimentamos y todo lo que nos rodea.
La Medicina de Familia es así. Cuando señalo la complejidad de mi especialidad, lo hago a sabiendas de que no sólo prima tener amplios conocimientos sobre todo el organismo del paciente, sino sobre su entorno, su nivel socioeconómico y cultural y también su sensibilidad. Los médicos de familia ostentamos la responsabilidad de cuidar y acompañar a las personas a lo largo de toda su vida y de procurarles salud y bienestar de manera holística. No obstante, y pese a reivindicar ferozmente cuan indispensables resultamos los médicos de cabecera para el sistema sanitario, soy perfectamente consciente de que no podemos trabajar solos, y que la atención especializada es tan importante y necesaria como la Primaria. Hacen falta cardiólogos, hacen falta pediatras, hacen falta internistas, neurólogos, dermatólogos, oftalmólogos… y hacen falta psiquiatras y psicólogos.
Hacen falta más psiquiatras y psicólogos, sí. Siempre harán falta más. Porque la salud mental es un derecho de todos, no un privilegio de pocos. Porque nadie está exento de sufrir una enfermedad mental. Porque una depresión o un trastorno bipolar pueden convertirse en enfermedades graves y mortales si no reciben tratamiento. Porque la psicoterapia a menudo es suficiente sin necesidad de medicar. Porque, como facultativa y como ser humano, busco lo mejor para mis pacientes, busco calidad, busco inmediatez, busco seguimientos frecuentes y no listas de espera de varios meses.
Tal vez ese tercer motivo que me llevó a convertirme en médica se debe precisamente a la empatía. A mirar a mis pacientes a los ojos y verme a mí misma, a mi familia, a mis amigos. A sentir su dolor y su soledad en mi piel. A entender que no puedo quedarme de brazos cruzados. Que no puedo hacer la vista gorda y eludir esta pandemia silenciosa. Urge más concienciación. Urgen más profesionales en Salud Mental. Urge salvar vidas.
Queridos pacientes; los médicos estamos y estaremos siempre a vuestro lado. Os escuchamos, os comprendemos, os valoramos. Y, al igual que tenéis todo el derecho del mundo a sentiros decaídos y angustiados, tenéis todo el derecho a la mejor asistencia. Pues la salud no sólo queda reflejada en una analítica, sino en el corazón. Y nuestro corazón, aquel que nos guió hacia nuestra profesión, latirá siempre, tenaz y esperanzado, junto al vuestro.